El rostro de Shahed Kayyali rezuma felicidad. Tiene 10 años y hace tan solo tres meses enfiló por primera vez el camino a la escuela. “Recuerdo que el primer día de colegio, la maestra fue muy amable conmigo. He descubierto que estoy contenta cuando aprendo. Creo que venir aquí mejorará mi vida y mi futuro”, relata a El Comercio. Es martes y las clases son un bullicio de niños que se revuelven en sus pupitres mientras la profesora les enseña palabras en turco, el idioma de su país de acogida.
Hace cuatro años la familia de Shahed escapó de los barrios orientales de Alepo, el otrora bastión rebelde de la segunda ciudad de Siria reducido a escombros por la guerra civil y recuperado por el régimen a finales del 2017.
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“[Shahed] era muy pequeña para ir a la escuela cuando aún vivíamos en Alepo. Luego dejamos la ciudad por el conflicto y los bombardeos, y al llegar a Turquía tuvimos problemas con los documentos de identidad. Solo ahora ha empezado a poder asistir”, confirma su padre, Mohamed, quien se gana la vida como zapatero en Adana, la quinta urbe de Turquía.
“Lleva muy poco tiempo en la escuela, pero lo está haciendo muy bien. Es pronto para pensar en el futuro, pero estoy dispuesto a dejar que haga lo que desee. La apoyaría si quiere ir a la universidad”, afirma. Shahed no titubea cuando se le pregunta. Sueña con estudiar Medicina. “Quiero ser doctora para curar a la gente”, desliza sonriente este rostro de la diáspora que han dejado ocho años de contienda.
Desde que estallaran las primeras manifestaciones contra el presidente sirio, Bashar al Asad, más de medio millón de personas han perecido bajo los espasmos de la violencia. El conflicto, que ayer superó un nuevo capítulo con la esperada derrota militar del autodenominado Estado Islámico, ha dejado 7,6 millones de desplazados internos y más de 5 millones de refugiados.
La situación de los pequeños que huyeron del país no resulta menos traumática: de los 3,6 millones de sirios que permanecen en Turquía, 1,6 millones son menores de edad. Según cifras gubernamentales turcas, más de 370.000 niños y adolescentes no han retomado sus estudios desde que cruzaran la frontera.
—Con ganas de aprender—“Muchos niños no asisten a la escuela porque han encontrado trabajo en el sector agrícola o, cuando concluyen la primaria, se van de aprendices a talleres de la ciudad porque sus familias necesitan fuentes de ingresos”, reconoce a este Diario Omar Oflaz, el funcionario turco que gestiona en Adana los centros de educación temporal que proporcionan a la infancia siria la oportunidad de iniciar o reanudar su enseñanza.
Para incentivar su regreso a las aulas, un programa gratifica bimensualmente con entre seis y diez dólares a las familias cuyos hijos asisten a la escuela con regularidad. Más de 480.000 alumnos sirios se benefician del proyecto en toda Turquía. “Lo usamos como un aliciente para que vengan al colegio, y está surtiendo efecto”, admite Oflaz.
Ahmed Dawara, de 15 años, forma parte de las decenas de jóvenes que participan en un programa de aprendizaje acelerado, que tiene como objetivo enseñar la lengua turca y lograr que puedan incorporarse al sistema educativo de su país de acogida.
La iniciativa –gestionada por Unicef, los ministerios turcos de Educación Nacional y Juventud y la Media Luna Roja– está sufragada por la Dirección General de Ayuda Humanitaria y Protección Civil de la Comisión Europea. “Llegué aquí hace cinco años con mi familia. Cruzamos la frontera ilegalmente”, recuerda Ahmed, también originario de Alepo.
Un lustro después, el idioma sigue siendo una barrera para una integración llena de recelos. “No tengo amigos turcos. Me relaciono solo con sirios. Los turcos que viven cerca de nosotros son malos. Nos atacan y golpean”, se queja.
Durante los fines de semana, Ahmed ayuda en el restaurante de comida siria que su padre abrió en Adana. “Quiero ser doctor”, dice con la misma ilusión que esboza Shahed. “Nuestro objetivo es que sean capaces de comunicarse en turco y poder transferirlos a la educación formal”, arguye Mervat Dalak, una de las profesoras que educan a la traumatizada infancia del exilio sirio en Adana. “Están cambiando muy rápido. Cuando llegaron a clase, su estado de ánimo era reflejo de la guerra. Ahora, muestran actitudes más positivas. Tienen sueños y quieren ser médicos y maestros”.