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El temor a ser enterrado vivo era tan generalizado en Europa en los siglos XVIII y XIX que se estableció un sistema entero de hospitales para los muertos en los que los cuerpos se podían quedar en observación hasta que empezaran a descomponerse, en caso de que se despertaran.
Todo empezó con un libro de 1740 llamado “Mortae Incertae Signa” (Señales de muerte inciertas), que provocó cambios en la ley: en muchos estados alemanes, por ejemplo, se decretó que había que esperar entre 24 y 48 horas después de la muerte antes de enterrar a alguien.
Luego, en 1788, un doctor austriaco llamado Johann Frank recomendó que los cadáveres se mantuvieran sobre la tierra durante dos o tres días para esperar el inicio de la putrefacción, que se suponía era el único signo seguro de muerte.
Sugirió que para ello cada ciudad tuviera una casa comunitaria para los muertos, pues así los cuerpos podían ser supervisados hasta que pudieran ser declarados oficialmente muertos.
De acuerdo a ello, el primer Vitae Dubiae Asylum, o “Asilo para la vida dudosa” fue inaugurado en Weimar en 1792, donde se mantenían los cadáveres en un ambiente caliente.
El Munich Leichenhaus, o “la casa mortuario”, tenía una sección para los cadáveres comúnes y una lujosa, que costaba cinco veces más. Pagando una entrada, la gente podía visitar el mortuario para ver las flores (que estaban ahí para disimular el olor) y los cuerpos.
Los cadáveres tenían cuerdas amarradas a sus dedos y conectadas con un gran armonio con fuelles, para que se escuchara por si alguien se despertaba. Lo que pasaba era que de noche, la hinchazón que causaba la putrefacción de los cuerpos frecuentemente hacía que el mecanismo se activara.
Munich tuvo seis “mortuarios de espera” hasta la década de los 1880. Eventualmente, dejaron de usarse y algunos se convirtieron en mortuarios normales.
LOS SALVÓ LA CAMPANA“Salvado por la campana” es un término que viene del mundo del boxeo en los años 30, en el que un asediado boxeador recibía una segunda oportunidad si el conteo para que se levantara era interrumpido por la campana que indicaba el fin del asalto.
De manera que no tenía nada que ver con la idea de que alguien podía tocar una campana para avisarle a la gente que lo habían enterrado vivo.
No obstante, en el período victoriano, a la gente efectivamente le inquietaba que la enterraran viva; era un tema común en las obras de autores góticos como Edgar Allen Poe, quien escribió “El entierro prematuro”, en 1844.
En 1896, un estudio de cementerios aseguró que la cantidad de entierros prematuros podría haber alcanzado el 2%.
Hoy en día parece que la posibilidad de que a uno lo entierren vivo es muy, muy baja, lo que no ha evitado que una compañía italiana ofrezca ataudes con un sistema de altavoces de dos vías.
MÁS VALE PREVENIREn el primer siglo de esta era, Simon Magus hizo que sus discípulos lo enterraran en una tumba para demostrar que él era capaz de emerger milagrosamente en el tercer día. Pero el milagro no ocurrió y presuntamente él está todavía ahí.
Varios siglos más tarde, el ilusionista y escapista Harry Houdini (1874-1926) hizo un truco en el que lo enterraron, esposado, a casi dos metros de profundidad. La boca se le llenó de tierra, casi se muere y aunque eventualmente logró excavar y salir, nunca más volvió a repetir la hazaña.
Hans Christian Andersen temía tanto que lo enterraran vivo que dejó una nota escrita a mano en su mesa de noche que decía “Sólo parezco muerto”.
El famoso payaso victoriano Joseph Grimaldi tenía el mismo temor de manera que especificó que antes de enterrarlo le tenían que cortar la cabeza. Su familia le concedió el deseo.
Por su parte, un doctor de la familia real belga, el conde Karnice-Karnicki, estaba tan preocupado que inventó un ataúd con campanas y banderas para alertar a quien pasara cerca que alguien había sido enterrado vivo.