Una familia entera cumplía el rol de director de orquesta ante un par de músicos que tocaban “Adiós pueblo de Ayacucho”. Luego de dos años de pandemia, la familia Escalante Maldonado finalmente retornó el Día de Todos los Santos al cementerio El Ángel, en el distrito de El Agustino, para visitar a la abuela, y querían bailar para recordarla. Como ellos, fueron miles de personas las que ayer se acercaron hasta los camposantos de la capital para rendir homenaje a sus seres queridos.
“Tenemos sangre ayacuchana”, gritaban con emoción. Los Escalante Maldonado pagaron S/10 por dos canciones e iniciaron su espectáculo. Las siete personas que integraban esta familia se turnaron para zapatear en medio del pabellón Santo Denis del cementerio.
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“Abuela, presente”, gritaban mientras sus pies golpeaban fuerte el suelo. A pedido de su público, los dos músicos, que tocaban saxofón, incrementaron la intensidad de su música. La familia estaba contenta, la muerte ya no parecía tan silenciosa.
Historias
Al otro lado de la ciudad, en Villa María del Triunfo, el segundo cementerio más grande de Latinoamérica, el de Nueva Esperanza, recibió a cientos de personas. Metros antes de ingresar, las familias ya estaban preparadas, llevaban comida, agua y música. Era un día especial, uno de recuerdos y melancolía.
Más de 1.200 brigadas de primeros auxilios, bomberos, Defensa Civil, entre otras entidades, rondaban las 600.000 hectáreas del camposanto asegurándose de que nada pasara. Atendieron emergencias, desmayos, heridos por caídas y más. Paralelamente, varias bandas musicales trepaban los cerros del cementerio con sus instrumentos para ofrecer un par de canciones a las familias. La dinámica era similar con diversos artistas que llegaban hasta el lugar.
En una de las tantas quebradas que recorren el gran camposanto, Risset Pizango, de 62 años, esperaba a su familia. Estaba sentada sola al lado del nicho de su hijo, quien falleció con tan solo siete meses de vida en la década de los 80.
“Era madre primeriza. No tenía ni mamá ni papá que me apoyaran. Mi hijo enfermó de sarampión y falleció de una infección general”, comentó mirando el horizonte del gran cementerio.
Ella siente paz cuando se sienta al lado de su pequeño, es su lugar seguro, donde puede recurrir para sentarse, conversar, pensar y reflexionar.
Por ello confesó que prefiere llegar unas horas antes que su familia para poder exteriorizar los males que la aquejan. Siente firmemente que él cuida de ella. “Yo vengo los domingos a sentarme aquí porque le pido que me cuide. Fue mi primer hijito”, dijo.
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Risset llegó a las 9:00 a.m. y se quedó hasta las 4:00 p.m. al lado de su hijo. Un ejercicio que repite semana tras semana desde hace más de 40 años.
“Hace calor, ¿no?”, comentó Lucila Solís, mientras subía sola una de las quebradas del gran cementerio. Al igual que Risset, ella fue a visitar a su hijo, el primero que tuvo. Este falleció hace 15 años de un infarto, y tras dos años de pandemia, Lucila pudo llegar hasta Nueva Esperanza para rendirle homenaje.
Metros más arriba, se reunió con su familia, quienes estaban limpiando cuidadosamente el nicho. Ella subió rápido, iba a repartir pan.
“Mi hijo era muy cariñoso, amable. A pesar de que estaba mal, siempre me acompañaba. Tuve cuatro hijos, ahora me quedan tres”, contó nostálgica.
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