“Señor, concédeme la castidad y la continencia, pero todavía no”.
Esta frase, que aparece en el libro autobiográfico Confesiones, dice mucho sobre las dos etapas de la vida de San Agustín (354-430), un personaje nacido en la actual Argelia que tuvo una vida llena de placeres mundanos hasta que se convirtió al cristianismo y pasó a ser un gran filósofo y teólogo.
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“San Agustín tiene gran importancia no solo en la historia de la Iglesia, sino en la historia del pensamiento occidental”, dice el filósofo y jurista Segundo Azevedo, estudioso de la obra de Agustín y profesor del Instituto Federal de Educación, Ciencia y Tecnología de Ceará (IFCE), en Brasil.
“De los santos varones de la Iglesia, fue uno de los que más escribió a lo largo de su vida”, agrega el estudioso de la hagiología (la teoría de los santos, beatos y personajes de la iglesia católica) Thiago Maerki, investigador de la Universidad Federal de San Pablo (Unifesp) y asociado de la Sociedad de Hagiografía, en Estados Unidos.
“Fue un gran intelectual, uno de los más grandes que ha conocido la Iglesia”, subraya Maerki.
En el libro 'Il Santo Del Giorno', Mario Sgarbossa y Luigi Giovannini destacaron que “no es fácil hablar” del “santo que más que ningún otro ha hablado de sí mismo, con sinceridad y sencillez”.
Sin duda una alusión al libro Confesiones, un éxito de ventas cristiano hasta la fecha, en el que, como dicen Sgarbossa y Giovannini, “desnuda su alma con sinceridad y candor”.
Hijo de madre católica —luego santa Mónica— y un pagano, Patricio, que recién se convertiría al cristianismo en su lecho de muerte, Aurelio Agustín de Hipona nació en Tagaste, en lo que hoy es la ciudad de Souk Ahras, en Argelia.
En ese momento, la localidad formaba parte de la provincia romana de Numidia. Todo indica que su familia, considerada de la clase alta de “hombres honorables”, tenía ciudadanía romana.
El caso es que en su infancia fue educado en latín y, con 11 años, acabó siendo llevado a un colegio a unos 30 kilómetros de su ciudad natal, donde aprendió literatura y costumbres propias de la civilización romana.
Allí tuvo acceso a obras clásicas de la filosofía, y contacto con autores como Marco Tulio Cícero (106 a.C. - 43 a.C.), posteriormente acreditado por el propio Agustín como el responsable de despertar su interés por el tema.
A la edad de 17 años, Agustín partió para Cartago, en lo que hoy es Túnez, para estudiar retórica.
Criado dentro de los principios cristianos, debido a su educación materna, fue allí donde terminó tomando posiciones contradictorias a la fe.
Abrazó el maniqueísmo como doctrina y, en compañía de otros jóvenes, comenzó a vivir con un espíritu hedonista, en busca de los placeres mundanos.
Su grupo se jactaba de recopilar experiencias sexuales, enumerando aventuras tanto con mujeres como con hombres.
Agustín se involucró con una chica del lugar, pero, contrariamente a lo que esperaba la sociedad, decidió no casarse con ella.
Vivieron como amantes y tuvieron un hijo, Adeodatus, de quien se sabe poco más que el hecho de que murió a una edad temprana.
Su formación intelectual acabaría convirtiéndose también en su sostén económico.
A los 19 años se convirtió en profesor de gramática, primero en su Tagaste natal, luego en Cartago.
Diez años más tarde, decidió fundar una escuela en Roma. Creía que ahí, en la capital de la civilización, estarían las mentes más grandes y brillantes.
Fracasó en el empeño, decepcionado por la falta de receptividad de los alumnos.
Para entonces ya se había distanciado del maniqueísmo y abrazado las ideas del escepticismo.
Su fama de hombre de buenos conocimientos se extendió y pronto consiguió trabajo como profesor de retórica en Mediolanum, la actual Milán.
Tenía 30 años y una carrera intelectual notable.
Sin embargo, la espina clavada en su costado era su madre, Mónica, quien continuaba presionándolo para que se convirtiera al cristianismo.
Y esa adhesión a la fe llegaría en el año 386.
Según su propio relato, quedó impresionado al entrar en contacto con la historia de vida de San Antonio del Desierto (251-356), un ermitaño que llegaría a ser conocido como “el padre de todos los monjes”.
En ese trance, escuchó la voz de un niño que le decía “tómalo, léelo”. Lo interpretó como una orden: debía tomar la Biblia y leer el primer pasaje que encontrara.
Cayó en un extracto de la carta de San Pablo a los Romanos, en la que el apóstol habla de cómo las Sagradas Escrituras tienen el poder de transformar el comportamiento de los seres humanos.
“Comportémonos con decencia, como se hace de día: nada de banquetes y borracheras, nada de prostitución y vicios, nada de pleitos y envidias. Más bien revístanse del Señor Jesucristo, y no se dejen arrastrar por la carne para satisfacer sus deseos”, insta el pasaje.
Lo interpretó como un mensaje dirigido a él.
En la Pascua de 387 fue bautizado por el obispo de Mediolanum, Aurelio Ambrosio (340-397). Al año siguiente, en compañía de su madre y su hijo, decidió regresar a África.
Mónica, sin embargo, murió antes de abordar. Adeodato moriría poco después del regreso.
Aquejado por las desgracias de la familia, Agustín decidió vender todo el patrimonio y donar el dinero a los pobres.
Solo conservó su casa, convertida en monasterio.
En 391 fue ordenado sacerdote en Hipona, en la misma provincia de Numidia.
Fue entonces que el converso Agustín se permitió usar toda su erudición en favor del cristianismo. Pronto se convertiría en un gran predicador y un gran erudito teórico de los fundamentos de la religión.
Unos años más tarde, a finales del siglo IV, fue nombrado obispo de Hipona.
Hasta el final de su vida se dedicó a predicar, estudiar y escribir, manteniendo siempre un estilo sobrio y ascético.
Según los relatos de un obispo que fue su contemporáneo, Posidio, comía poco, trabajaba duro, no le gustaban las conversaciones sobre la vida de los demás y era un hábil administrador financiero de las obras de su comunidad.
Desde un punto de vista intelectual, Agustín es responsable de la primera gran síntesis del cristianismo, reuniendo las prácticas de la tradición de la época, comparándolas con las Escrituras y tratando de inferir de ellas una filosofía catequética.
Aunque el término no existía en ese momento, se le considera un gran teólogo.
Fue uno de los pioneros en defender que el ser humano era la unión perfecta de dos sustancias, el cuerpo y el alma, entendimiento que acabó influyendo en gran parte de la filosofía que se construiría a partir de entonces.
También sentó las bases de la eclesiología, proponiendo que la Iglesia era una sola entidad legítima, pero que debía entenderse bajo dos realidades. La parte visible estaría formada por la institución jerárquica y los sacramentos; pero la parte invisible estaría constituida por las almas de los practicantes.
“Agustín de Hipona se caracteriza por ser un pensador de frontera. Pero ¿qué significa ser un pensador de frontera? Es saber reflexionar en etapas en las que la crisis política y cultural da lugar a un nuevo momento en la historia” , señala Azevedo.
“La reflexión fronteriza agustiniana recorre la antigüedad clásica y proporciona las fuentes para pensar el período cristiano naciente”.
El investigador recuerda que Agustín estuvo profundamente influido por “la razón filosófica griega, especialmente el neoplatonismo, y la revelación cristiana con las cartas paulinas”.
En este sentido, parece inevitable comparar a los dos, Agustín y Pablo. Ambos conversos tardíos al cristianismo. Ambos dedicados a crear una base teórica para la religión.
“Hay una asociación entre Pablo y Agustín y esa asociación está cargada de simbolismo, de significados muy fuertes”, explica Maerki.
“Los dos hacen interpretaciones, adaptando la filosofía platónica al cristianismo, influenciados por la filosofía platónica”.
“La combinación de estas dos formas de pensar el mundo [la filosofía griega y el cristianismo] y la reflexión sobre uno mismo encuentra apoyo en el corazón inquieto de Agustín. Allí, hay un ambiente de conjunción y formación de una nueva forma de pensar”, completa Azevedo.
“El antiguo estilo griego de escritura encuentra un eslabón en la reflexión cristiana, en la necesaria asociación de pensar y vivir”.
El profesor destaca, sin embargo, que no fue solo la teoría, sino la práctica religiosa lo que convirtió a Agustín en el santo que terminaría siendo reconocido.
“Él demuestra con su vida que el pensamiento sin acción es vacío”, señala.
En este proceso, las herramientas de la erudición de Agustín parecen ser las mismas que las que usó como profesor de latín y retórica. No es de extrañar que se convirtiera en un erudito de las Escrituras.
“Fue un gran amante de los textos sagrados, no sólo en el sentido de que, tras su conversión, vivió profundamente las llamadas verdades bíblicas, sino también porque fue un asiduo estudioso de las Escrituras, proponiendo interpretaciones bíblicas desde un punto de vista de una retórica más clásica”, comenta Maerki.
“Hoy se habla mucho de investigar la Biblia desde las teorías literarias. Agustín propuso, en su tiempo, algo un poco cercano a eso”, agrega el investigador.
“Era una época en que no existía el término literatura, pero le interesó la construcción e interpretación del texto. Me llama la atención esa afinidad por las letras”.
Azevedo explica que uno de los principales temas planteados por Agustín fue la percepción del concepto de voluntad.
“La noción de voluntad no fue desarrollada por los griegos, aunque Aristóteles da indicaciones para poder reflexionar sobre ella”.
Agustín “identifica la voluntad y la condiciona a la noción de elección, deliberación”.
“La acción ética, amar, consiste en amar lo que se debe amar frente al orden del mundo”, dice el profesor Azevedo.
“La unión entre cosmología y creación judeocristiana se revela en un orden jerárquico, en el que subsisten unos bienes que hay que elegir”.
En otras palabras, para Agustín, la elección estaría basada en el conocimiento, “pero sobre todo por la capacidad propiamente humana de amar”.
“El amor es una elección”, dice Azevedo.
Maerki resume este punto a partir de unas premisas agustinianas.
La primera es que la gente solo ama lo que conoce. En este sentido, la existencia de Dios quedaría probada precisamente por el amor que los seres humanos le dedican, es decir, si lo hacen, es porque lo conocen.
Otra es la búsqueda. Para Agustín, solo busca lo que se ama. Por eso el ser humano, que ama a Dios, se comprometería a buscarlo.
“Era un santo que escribía mucho y hablaba mucho del amor. Creía que el amor debía ser la medida de todas las cosas”, resume Maerki.
En Confesiones, Agustín afirma: “mi amor es mi peso; por él soy llevado adondequiera que soy llevado”.
“Agustín le enseña al ser humano de hoy que es posible volver a empezar, que siempre existe la posibilidad, incluso con el pasado”, agrega Azevedo.
A los 75 años, cayó enfermo. Murió el 28 de agosto de 430. En un momento en que la Iglesia no había definido los criterios objetivos para la canonización de alguien, terminó convirtiéndose en santo por aclamación popular.
En 1298, el Papa Bonifacio 8 (1235-1303) le otorgó el título póstumo de Doctor de la Iglesia.
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