Después de los atentados del 11 de setiembre del 2011, el entonces presidente George W. Bush decidió abrir la prisión de Guantánamo. El objetivo era interrogar y encarcelar en ese lugar a los sospechosos de colaborar con Al Qaeda. Pero 12 años después, esta cárcel se ha vuelto una piedra en el zapato del Gobierno de Estados Unidos.
Actualmente la prisión mantiene a 155 presos, la mayoría de los cuales ha recibido el visto bueno para ser transferidos a otros penales.
Muchos de ellos aún no han sido acusados formalmente y solo unos pocos están actualmente en proceso para ser juzgados en un tribunal habilitado en la base militar en territorio cubano, donde no se aplican del mismo modo las garantías procesales de los tribunales federales estadounidenses.
Desde que en mayo pasado el presidente estadounidense Barack Obama ofreció un discurso reafirmando su compromiso con el cierre de la prisión, se ha transferido a 11 presos, y se ha procedido al nombramiento de los enviados especiales para su clausura tanto del Pentágono como del Departamento de Estado.
No obstante, la mayor dificultad reside en aquellos 48 detenidos que no pueden ser liberados, debido a que suponen un serio peligro para la seguridad nacional, ni juzgados, porque o no hay pruebas suficientes en su contra o las evidencias están gravemente devaluadas por las denuncias de tortura.
Asimismo, se debe determinar la situación de los 16 detenidos de “alto valor” que deberían ser juzgados en territorio estadounidense si finalmente se cierra la cárcel de Guantánamo.
Todos estos asuntos sin resolver hacen dudar a muchos de los legisladores sobre el destino del penal y si aún vale la pena mantenerlo, o finalmente clausurarlo.