A veces los sonidos pueden ser engañosos.
El sonido de un exhosto puede hacerte saltar; un volador puede hacerte estremecer; pero apenas escuchamos los disparos en el recinto de ferias de Butler Farm poco después de las 6 de la tarde del sábado, todos supimos de inmediato que se trataba de disparos, y que habían sido muchos.
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Donald Trump estaba a mitad de una frase cuando se escucharon los disparos. Se agarró la oreja antes de caer al suelo y ser asfixiado por agentes del Servicio Secreto.
No lo sabíamos en ese momento, pero el pistolero estaba a unos 150 metros de donde estábamos, tumbado en el techo de un cobertizo, disparando al menos seis rondas con un rifle AR-15 contra el ex presidente y los aterrorizados espectadores.
Yo estaba a punto de salir al aire, con colegas de radio del Servicio Mundial de la BBC esperando al final de una fila. En lugar de eso, los tres miembros de mi equipo (la productora Iona Hampson, el camarógrafo Sam Beattie y yo) nos tiramos al suelo, usando nuestro automóvil como una especie de refugio, el único refugio que teníamos.
No teníamos idea de dónde venían los disparos; cuántos tiradores había o cuánto tiempo iba a durar. Francamente, fue aterrador.
Mientras yacíamos en el suelo, Sam encendió su cámara y traté de dar mis primeras impresiones de lo que estaba pasando. En ese momento, no teníamos información concreta más allá de que a los seis minutos después de iniciado del discurso de Donald Trump, había comenzado el tiroteo.
Mientras escuchaba, podía oír los gritos de la multitud, pero ya no se oía hablar al ex presidente. “¿Lo golpearon?, ¿está muerto?” Todos estos pensamientos pasan por tu mente.
Cuando sentimos que el tiroteo había terminado, Iona me levantó del suelo y salimos en vivo por televisión mientras miembros sorprendidos de la multitud escapaban por las salidas. La variedad de emociones que encontramos fue inmensa, mientras Iona persuadía a los aterrorizados espectadores para que vinieran a hablar conmigo al aire.
Es comprensible que muchos estuvieran asustados; muchos estaban aturdidos y desconcertados; algunos estaban enojados, muy enojados.
Un testigo, un hombre llamado Greg, dijo que había visto al pistolero “arrastrándose como un oso” hasta el techo del cobertizo minutos antes de que comenzara el caos y que había estado tratando desesperadamente de señalarlo a la policía y al Servicio Secreto.
Otro hombre –y puedo entenderlo– estaba furioso porque estábamos transmitiendo: se puso entre Sam y yo, gritándome que me detuviera. Puse mi mano lo más suavemente que pude sobre su brazo y le expliqué mientras estábamos al aire que era importante que la gente supiera lo que acababa de pasar; el público, dije, tenía que saberlo.
Finalmente, mientras le suplicaba, cedió, todavía infeliz y furioso, con razón, por lo que acababa de experimentar.
Otros expresaron su enojo de maneras más políticas.
Un hombre se me acercó y simplemente me dijo: “Ellos dispararon primero. Esto es una [improperio] guerra”.
Otro simplemente gritó “guerra civil” al pasar detrás de mí.
Y unos minutos más tarde, apareció un camión con una enorme pantalla electrónica en su costado con el rostro de Donald Trump enmarcado en un objetivo. La imagen estaba acompañada de una simple frase: “Intento de asesinato de los demócratas - Presidente Trump”.
Un escalofrío me recorrió la espalda y el horror de las posibles consecuencias de este acto comenzó a calar en mí.
Pero en medio del miedo y la ira, había una profunda tristeza. Personas que eran leales partidarios de Trump, propietarios comprometidos de armas, me preguntaron en voz alta sobre el rumbo que tomaba Estados Unidos. Era como si ya no pudieran reconocer el país en el que vivían, como si todo se hubiera vuelto extraño y ajeno.
Devin, un granjero local, estaba allí con su hijo Kolbie. Fue su primera manifestación política: Kolbie, de sólo 14 años, todavía no está en edad para votar.
Pero la primera experiencia de Kolbie acerca de la crudeza de la democracia fue ver a dos heridos cargados en camillas y trasladados rápidamente a ambulancias. Es difícil no creer que esas imágenes de fogonazos que presenció por parte de los francotiradores del Servicio Secreto que derribaron al pistolero no permanecerán con él por el resto de su vida.
He cubierto al menos media docena de tiroteos en mis diez años como corresponsal en EE.UU., pero siempre lo he hecho en los momentos inmediatamente posteriores; nunca había tenido que estar presente cuando alguien aprieta el gatillo.
No quiero volver a experimentarlo, y en este país amante de las armas, incluso aquellos comprometidos con sus pistolas y rifles en esta parte rural del oeste de Pensilvania, parecían asqueados y preocupados por la falta de sentido de la violencia que tuvieron que presenciar bajo el sol del atardecer, todo mientras se preguntaban si su héroe político todavía estaba vivo.
Pero lo que ocurrió en Butler va mucho más allá de las discusiones sobre el control de armas.
Estados Unidos lleva años avanzando en espiral hacia este momento: una cultura política que no sólo es conflictiva sino francamente venenosa. A la gente aquí –o debería decir a algunas personas aquí– les resulta fácil odiar a sus oponentes políticos; es visceral: el odio se ha convertido en parte del ADN de la nación.
Y no es sólo político. Puedes verlo en las divisiones entre las costas y el centro. Entre el norte y el sur; entre las ciudades y la América rural: todo definido en términos de no ser algo ni alguien más.
Los momentos de la historia sólo pueden juzgarse realmente en retrospectiva. Pero supongo que anoche será recordado como uno de esos momentos. La pregunta para los líderes de la opinión pública en este país es qué elegirán hacer ahora: inflamar o calmar. Dividir aún más o reunificar.
Como un extranjero que realmente ama a esta nación, no tengo esperanzas.
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