En el verano europeo de 1945, en las últimas horas de la Segunda Guerra Mundial en Europa, un joven soldado estadounidense entró a la oficina destruida de Adolf Hitler en Berlín, agarró unas cuantas páginas de la papelería del Führer y decidió escribirle una carta a su amiga June.
“Alguna vez te prometí un pequeño souvenir y finalmente puedo cumplirte mi promesa”, le escribe. “En la cancillería entré a la oficina de Hitler y tomé un pequeño pedazo de su escritorio. Aunque solo pude coger un fragmento áspero de abajo, creo que igual es un souvenir bastante bueno”.
Hoy, casi 70 años después, el texto y el pedazo del escritorio están a miles de kilómetros de distancia, en la abarrotada residencia de Andrew Carroll, en Washington, DC.
Carroll ha dedicado los últimos 15 años a recolectar más de 100.000 cartas de todas las guerras en que ha participado Estados Unidos: desde documentos floridos que datan de la revolución del siglo XVIII hasta e-mails que fueron escritos por soldados en Iraq o Afganistán.
En su colección hay verdaderas joyas: las páginas amarillentas en las que una abuela recuenta sus experiencias utilizando una ametralladora en la Guerra del Golfo, la narración de un testigo de Pearl Harbor o una carta de 1944 atravesada por un impacto de bala.
Todas fueron emociones de guerra distintas, únicas, íntimas, pero para Carroll también tienen un carácter universal. Por eso este coleccionista ha viajado a países como Canadá o Colombia para intentar que allá también se interesen por preservar los recuentos personales de sus propios conflictos.
“Todos hemos pasado por la guerra y todos hemos vivido sus horrores”, le dice Carroll a BBC Mundo. “Nunca podemos olvidar esas realidades y lo que les costó a las familias, a las comunidades y a países enteros”.
“Mi interés compulsivo y egoísta: sobrevivir”
John es un joven soldado estadounidense que acaba de llegar a Vietnam y decide confiarle a su amiga el drama mental por el que está pasando tras haber soportado un ataque con morteros en su primera noche.
“Tú probablemente querrás saber mi visión política de la guerra”, dice. “Para serte honesto, no me importa más, solo estoy acá para sobrevivir. Ese es mi interés compulsivo y egoísta: sobrevivir”.
Luego termina la carta así: “Cuando alguien me dispara, lo tomo como algo personal. Es una experiencia extraña. Continuará... Amor y besos, John”.
Pero no continuó: John murió horas después.
Esta es una de las cartas favoritas de Andrew Carroll porque, como él mismo dice, le parece “extraordinario” que esa amiga le haya donado a él, un extraño, las últimas palabras escritas de John.
Así, a través de regalos, Carroll ha logrado recuperar la mayoría de sus cartas que para él tienen “una calidad literaria”. Y gracias a ellas, a su lectura minuciosa, concluye que “casi todas las generaciones olvidan los horrores de la guerra hasta que les toca vivirla de primera mano”.
“Lo que revelan estas cartas es cuán bárbaras realmente son y cómo vemos lo peor de la humanidad”, explica. “Pero también he podido concluir de esta correspondencia que vemos lo mejor de la humanidad”.
“Estas cartas contienen historias de reconciliación, de enemigos que se reúnen, cartas de compasión y de perdón. Son los extremos de la naturaleza humana”.
En la era del e-mail
Esos extremos, aunque todavía están más que presentes en muchas guerras, están siendo descritos en un formato distinto, pues los soldados en el frente escriben cada vez menos cartas y prefieren hablar con sus familiares por Skype o enviarles un e-mail cuando tienen conexión.
Carroll reconoce que “algo se está perdiendo” y, si bien dice que lo que importa es el mensaje y no tanto el formato, reconoce que las cartas tienen un poder especial, uno que no tienen los correos electrónicos ni los mensajes de texto.
Para demostrarlo toma una carta que escribió un soldado desde Anzio, en Italia, el 25 de abril de 1944. En ella narra en detalle cómo casi muere en su trinchera mientras aguardaba a los alemanes.
El texto es importante por su contenido histórico, pero especialmente por el papel: el soldado lo guardó cuidadosamente en su mochila, listo para enviarlo a casa, y poco después recibió un disparo por la espalda que atravesó la carta. Ésta todavía tiene el hueco en la mitad.
“Esto explica por qué las cartas son tan valiosas: son tangibles”, dice Carroll. “Uno puede tomar el mismo papel que usaron los soldados y eso es algo imposible de hacer con una conversación en Skype”.
Pero ese mismo papel, frágil por el paso de los años, necesita más cuidado que un correo electrónico. Por eso Carroll está en proceso de donar su colección entera a la Universidad de Chapman, en California, para que un equipo se dedique a digitalizarla, preservarla y transcribirla.
Admite que le da un poco de tristeza desprenderse de esos tesoros que empezó a coleccionar cuando perdió todos sus recuerdos familiares en un incendio, pero agrega que le tranquiliza saber que estarán en buenas manos.
Su trabajo, además, no ha terminado. “El proyecto apenas comienza”, confiesa. “Todo esto me pone a pensar qué más encontraré. Cada vez que creo que he terminado con un tema -como la correspondencia de amor- alguien me envía una carta que nunca habría imaginado”.
“Allá, afuera, lo que existe es ilimitado”.