Cuando los antepasados de Brad Parry observaron los caballos bajar por la colina, evocaron la primera vez que vieron una locomotora en funcionamiento.
A la distancia, en una mañana gélida, advirtieron el vapor que producía la respiración de los soldados y sus caballos.
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Aunque había tensión con el ejército, los líderes de la tribu no pensaron que esa movilización sería una amenaza para su pueblo.
Les dijeron a las mujeres y a los mayores que se encontraban en los tipis que no se levantaran y que volvieran a dormir, como lo estaban haciendo los niños.
Pero pronto descubrieron que no venían con intenciones de dialogar y rápidamente comenzaron a urgirlos a escapar.
Lo que siguió es uno de los capítulos más desgarradores en la historia de los indígenas en Estados Unidos.
Ocurrió el 29 de enero de 1863 y se conoce como la Masacre de Bear River.
“Agarraban a los niños pequeños por las piernas como si fueran una liebre y les golpeaban la cabeza contra la tierra”, contó Elva Schramm, descendiente de uno de los caciques.
“Fue espantoso, tenían el objetivo de matar y eso duró cuatro horas”, dice Parry.
Algunas estimaciones apuntan a que más de 300 nativos murieron, 90 eran mujeres y niños.
Parry, quien es vicepresidente del Consejo tribal del grupo del noroeste de la Nación Shoshone (Northwestern Band of the Shoshone Nation) compartió con BBC Mundo lo que, gracias a la tradición oral, trascendió de ese día.
Aunque hubo registros militares, su abuela, Mae Timbimboo Parry, fue clave para conocer la perspectiva de los shoshones.
“Ella fue la primera que recogió esas historias, las escribió y luego las compartió ampliamente”, le dice a BBC Mundo Molly Cannon, profesora en la Universidad Estatal de Utah y directora del Museo de Antropología de esa institución.
La tragedia ocurrió en lo que hoy es Idaho, en el oeste del país, cerca del Bear River, río Bear (río del oso).
“Es triste que la mayor masacre de nativos americanos en la historia de Estados Unidos no se conozca realmente”, dijo Darren Parry, expresidente del grupo del noroeste de la Nación Shoshone, en un documental del Servicio Público de Radiodifusión de ese país: Remembering Bear River: Tragedy for Idaho's Shoshone Tribe (Recordando Bear River: Tragedia para la tribu Shoshone de Idaho).
Inicialmente, lo ocurrido se describió como una “batalla” entre el ejército y guerreros shoshones.
Pero Mae -destaca Cannon- hizo que eso se replanteara.
“Esta idea de que fue una batalla persistió durante mucho tiempo en nuestra historia y en la mente de los estadounidenses, pero creo que la narrativa se está desmoronando lentamente en gran parte por el trabajo de los grupos tribales”, dice la antropóloga.
Para Brad, se trató de una historia que se mantuvo en “silencio” por más de cien años.
Muchas personas que vivían cerca de esa zona prefirieron no acercarse, otras “no quisieron escribir sobre una matanza de mujeres, niños y ancianos”.
Por otra parte, ocurrió durante la Guerra Civil y la mayoría de los periodistas estaban cubriendo los acontecimientos de ese conflicto en el este del país.
Además, dice, “no sabíamos escribir, solo podíamos contar lo que había pasado”.
Sin embargo, eso cambió con su abuela, quien fue “una estudiante excepcional”.
“Tuvo una educación extremadamente buena, escribía y hablaba muy bien y cuando se graduó en la escuela secundaria, su abuelo todavía estaba vivo. Entonces, comenzó a escribir lo que él le contó”.
Ese testimonio, junto a los de otros que también sobrevivieron, nutrieron el registro histórico de los shoshones sobre lo sucedido.
“No fue hasta las décadas de 1980 y 1990 cuando mi abuela comenzó a insistir en cambiar el nombre de 'Batalla de Bear River' por 'Masacre de Bear River'. Se enfrentó al ejército de Estados Unidos, fue al Congreso, se reunió con todas esas personas para conseguir un reconocimiento verdadero de los hechos”.
Ese acontecimiento no se puede ver como un hecho aislado.
En el siglo XIX, los shoshones y otras tribus sufrieron la invasión de sus tierras por parte de colonos y grupos de mormones, además de tener escaramuzas con buscadores de oro.
La masacre fue “la culminación de casi dos décadas de sucesos que brotaron de la interacción entre indios y blancos”.
Así lo señala la editorial de la Universidad de Utah en la presentación del libro The Shoshoni Frontier and the Bear River Massacre (La frontera shoshone y la Masacre de Bear River), del historiador Brigham Madsen.
“Las tierras natales de los shoshones abarcaban una gran extensión de territorio y fueron atravesadas por las principales rutas de viaje en el occidente, lo que forzó a encuentros entre indios y blancos”.
“Inicialmente fueron amigables y complacientes con los viajeros blancos en la década de 1840, (pero) a fines de la década de 1850 el resentimiento se disparó entre los indios cuando fueron asesinados y sus reservas de alimentos fueron consumidas por los emigrantes y sus ganados”.
Michael Andersen escribió Bear River Massacre and the Ethical Implications for Large Scale Combat Operations (La Masacre de Bear River y las implicaciones éticas para las operaciones de combate a gran escala), un ensayo publicado por el Centro Simons para el Liderazgo Ético y la Cooperación Interinstitucional, una organización que se dedica, entre varias áreas, a investigar temas de seguridad de Estados Unidos.
El autor señala que aunque se suele considerar a los siux y los apache como “las tribus más violentas en ese periodo de la historia estadounidense, de hecho, los shoshones fueron responsables de más ataques a colonos y viajeros, en comparación con otras tribus”.
El 6 de enero de 1863, la tensión aumentó cuando unos viajeros que transitaban por el Valle Cache reportó que uno de sus miembros había sido asesinado y que su ganado había sido robado.
Uno de ellos ofreció, ante las autoridades, una declaración jurada que llevó a que un juez emitiera una orden de arresto contra tres líderes shoshones.
Se pidió la asistencia del coronel irlandés Patrick Connor, quien dirigió la expedición militar al Valle Cache.
Ahí, cerca del río Bear, un pueblo de shoshones se había asentado.
“Todos los años, durante el invierno, íbamos allí y nos reuníamos con otras naciones shoshones que venían de otras partes”, cuenta Brad.
En esa zona, que llaman “casa de los pulmones”, sus antepasados encontraban recursos y fuentes termales con propiedades curativas.
“Era un lugar espiritual sagrado, pero también jugábamos, hacíamos carreras y se daban premios, muchas veces conocías a tu cónyuge, había matrimonios. Era como un gran encuentro familiar”.
“En enero, comenzaba lo que llamamos la danza cálida, destinada a ayudar a la Madre Tierra y al gran espíritu a traer la primavera”.
Las familias de los otros grupos shoshones se empezaron a devolver a sus territorios.
“Nuestro pequeño grupo, el del noroeste, se quedaba allí porque éramos los anfitriones”.
“Justo antes del 29 de enero, se enviaron a nuestros jóvenes y hombres más fuertes a conseguir comida, a cazar ciervos o alces para pasar el resto del invierno”.
Quedaron “muy pocos guerreros” en el campamento y cuando el jefe Sagwitch vio descender a los soldados en caballos, habló con los otros líderes de la tribu.
“Les dijo: 'Vamos a ver qué quieren, si necesitan arrestar a alguien, seguiremos las reglas'. Por lo general, entre líderes trataban de negociar una salida”.
Para Brad era evidente que no querían combatir: “tenían a las mujeres, a los niños y a los ancianos en los tipis”.
De acuerdo con Andersen, Sagwitch dio órdenes de “no disparar contra el ejército”, pues pensaba que solo estaban interesados en los arrestos y “luego se irían”.
La antropóloga Cannon hace notar que era bien conocido entre los colonos europeos y el ejército que en ese asentamiento estarían “todos los miembros” de ese pueblo shoshone y no únicamente “guerreros”.
Unos 300 soldados fueron dirigidos por Connor.
“Cabalgaron hacia el campamento” -cuenta Brad- “mientras nosotros teníamos nuestra primera línea de defensa”.
Y el enfrentamiento se desató.
Cuando los shoshones se quedaron sin municiones, “la contienda había terminado y comenzó la masacre de hombres, mujeres y niños”, escribió Andersen, quien recogió testimonios en su ensayo:
“Varias indias fueron asesinadas porque no se sometieron silenciosamente a ser violadas, y otras indias fueron violadas en la agonía de la muerte”, contó un mormón de esa zona.
Brad indica que testigos vieron a soldados “agarrar a niños pequeños por las trenzas y darles vueltas hasta romperles el cuello”.
Los líderes y los hombres de la tribu trataron de mantener a los soldados en el sur, “para que nuestra gente pudiera escapar por el norte, pero el coronel se dio cuenta y desplegó sus tropas por el norte, sobre una colina, y comenzaron a disparar balas, por lo que toda la gente tuvo que correr hacia el sur”.
Me habla de Anzie Chee, una mujer que, pese a estar herida, logró escapar.
Saltó con su bebé a una parte del río que no estaba congelada y se escondió en una de las riberas. Allí, se percató que había más mujeres.
“Pero su bebé comenzó a llorar…
Lo tuvo que soltar. El bebé se ahogó para poder salvar a todas esas otras personas“.
Sagwitch resultó herido y estuvo flotando en el río hasta que “un amigo blanco lo ayudó” y sobrevivió.
Su hijo, Yeager Timbimboo (el abuelo de Mae) tenía unos 14 años.
Junto a su abuela, se quedó acostado en el suelo gélido y pretendieron estar muertos.
“No abras los ojos, no mires para arriba”, le susurró su abuela. Pero el niño no tardó en desobedecer.
“Un soldado se dio cuenta, se le acercó y le puso una pistola en la cabeza, pero no disparó. Subió el arma y lo volvió a apuntar. Se rió y se fue”, cuenta Brad.
Yeager creció con esos recuerdos y, como otros sobrevivientes, no quería que desaparecieran.
“Cada invierno, se reunían y contaban la historia de la masacre. Tomaban una hoja de un árbol, la doblaban y le abrían agujeros con un clavo: 'Así quedaron nuestros tipis', decían”. Otros fueron quemados.
Después de que los soldados se fueron, “los miembros de la comunidad blanca en el condado de Franklin corrieron hacia los indios para ayudarlos”.
“Muchos de ellos recibieron muy buena atención en el pueblo. Se sacaron balas, se vendaron heridas, se adoptaron niños”.
Veinticinco soldados fallecieron, pero precisar cuántos shoshones murieron aún es difícil.
Los soldados contaron 224 cuerpos, pero dejaron claro que no era el total.
Un inmigrante danés llamado Hans Jasperson indicó en su autobiografía de 1911 que, tras recorrer el campamento, contó 493 shoshones muertos.
“Me di la vuelta, volví a contar y me dio la misma cantidad”, escribió, según el periódico Salt Lake Tribune.
Brad dice que miembros de la comunidad cercana que auxilió a las víctimas contabilizaron 368 muertos.
“Nosotros estimamos que murieron entre 350 y 500 personas”.
“Nuestro grupo (los shoshones del noroeste) tenía probablemente alrededor de 650 integrantes. Nos dejaron con unas 125 personas”.
“Nuestra tribu aún no ha superado los 600 miembros desde entonces. Creo que en este momento somos alrededor de 578 o 580. Esto es lo más alto que hemos estado en mucho, mucho tiempo”.
“Aún no hemos recuperado nuestros números anteriores a la masacre. Fue casi una aniquilación completa, nos diezmó tanto que nos tomó 160 años volver a la misma población”.
Antes de irse, los soldados se apropiaron de los caballos, “saquearon el campamento, se robaron la carne, los granos, nos dejaron sin nada”.
Y, territorialmente, esos shoshones sentían que no tenían a donde ir.
Al reflexionar sobre la matanza de nativos en Estados Unidos en el siglo XIX, el historiador militar Jonathan Deiss le dijo a la periodista Dana Hedgpeth, de The Washington Post, que en esa época “la gente consideraba que los indios no eran realmente humanos, así que era fácil justificar matarlos o maltratarlos”.
A la luz de esa percepción deshumanizante de los indígenas, señala Cannon, “las masacres no parecían masacres, eran acciones militares, parte de un proceso de ocupación y expansión”.
De hecho, a su regreso, el coronel Connor fue elogiado por sus superiores y promovido a General de Brigada.
Un año después, se le pidió asesoría sobre cómo lidiar con un campamento de las tribus arapajó y cheyenes en Colorado.
“El coronel Chivington usó un enfoque similar: un ataque en invierno, temprano en la mañana, y masacró a 130 hombres, mujeres y niños”, señaló Andersen.
Han pasado 160 años desde la Masacre de Bear River y, como cada año, los shoshones recuerdan ese invierno en el que su tierra se cubrió de rojo.
Para ellos, los espíritus de quienes murieron siguen ahí.
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