La primera vez que sufrió una sobredosis tenía 19 años y estaba rodeado de su familia. Nadie supo qué hacer.
“Fue por oximorfona”, un potente analgésico opioide, una droga semisintética, le cuenta Nathan Smiddy a BBC News Mundo.
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“Es como si de repente alguien pulsara el interruptor y te quedaras a oscuras. Aunque la reflexión la hago ahora, porque en ese momento no me daba cuenta de nada”, recuerda este oriundo de Tennessee que vive hoy en California y recién cumplió los 30.
Tuvo suerte: los servicios de emergencia llegaron a tiempo. La luz se volvió a encender. Seguía vivo.
También hubo una segunda ocasión. Consumió fentanilo, otro opioide con efecto analgésico y anestésico, y heroína. Esta vez lo salvó alguien que supo identificar de inmediato lo que le estaba pasando y tenía a mano naloxona, un medicamento que revierte con rapidez las sobredosis por opioides.
Eso, y que varios de sus amigos fallecieran, le hicieron replanteárselo todo.
Hoy integra el batallón de voluntarios repartidos por todo EE.UU. que a diario sale a las calles a educar sobre los opioides, a enseñar a identificar cuándo alguien está sufriendo una sobredosis y a distribuir —y a administrar si toca — el antídoto entre la población en riesgo.
Más de 100.000 personas mueren al año en Estados Unidos por sobredosis, 80.000 de ellas por consumo de opioides, según los datos más recientes del Centro Nacional de Estadísticas de la Salud (NCHS, por sus siglas en inglés), una cifra que ha aumentado en un 850% en dos décadas.
Los opioides son unos compuestos que suelen prescribirse para tratar el dolor. Aunque muy adictivos, son de uso común, y su consumo con fines no terapéuticos también está extendida, debido a la sensación de euforia que provocan.
Mientras las autoridades debaten y diseñan estrategias para reducir la creciente adicción, también están abrazando medidas para —tal como se les denomina en la jerga médica— “mitigar daños”.
Estas últimas se basan en la distribución y administración de la ya mencionada naloxona, un fármaco genérico que el Instituto Nacional de Abuso de Drogas define como un “antagonista de los opioides”. Y es que bloquea los químicos de la familia de estas sustancias (heroína, oxicodona, morfina y fentanilo, entre otras) y evita que se adhieran a los receptores del sistema nervioso.
Es, pues, un antídoto que, si se administra a tiempo, revierte por completo los efectos de una sobredosis por opioides, mientras que “prácticamente no tiene ningún efecto” en las personas que no han tomado dichas sustancias, subraya la OMS.
En la mayoría de los países su acceso está restringido a los profesionales de la salud y su disponibilidad sigue siendo reducida, aunque en algunos, como Australia, Canadá, Italia o Reino Unido, es de venta libre.
También en EE.UU., donde se puede comprar en las farmacias, la versión inyectable por US$3 y el espray nasal, un kit de dos dosis que se comercializa con el nombre de Narcan, por US$47,50.
Los Centros para la Prevención y el Control de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) lo describen como “un medicamento con el poder de salvar vidas” que “todos pueden usar sin capacitación ni autorización médica”.
Por ello, también se distribuye gratis entre fuerzas del orden, socorristas, asociaciones comunitarias y organizaciones que trabajan con personas sin techo y otra población en riesgo, a través de programas estatales.
En California está disponible en escuelas y lo estará pronto en bibliotecas públicas. Y hay máquinas expendedoras con el fármaco en las cárceles del condado de Los Ángeles para aquellos que ya han cumplido su condena.
Es que son otro de los grupos de riesgo: entre enero de 2019 y junio de 2020 la mitad de los fallecidos tras salir de prisión murieron por sobredosis de opioides, de acuerdo al Departamento de Servicios de Atención Médica del estado.
Para mediados de octubre, el Proyecto de Distribución de Naloxona a cargo del Departamento de Servicios de Atención Médica de California (DHCS, por sus siglas en inglés) ya había entregado 1,5 millones de unidades, con las que las autoridades aseguran haber revertido más de 100.000 sobredosis. Una iniciativa que cuenta con un presupuesto de US$52 millones, entre fondos estatales y federales.
Una de las organizaciones que recibe la naloxona para distribuirla directamente es A New PATH (por Parents for Addiction Treatment and Healing, o Padres para el Tratamiento de la Adicción y la Cura).
Y con ellos trabaja Smiddy, a quien por su labor se le conoce también como Narcan Nate.
Sale a hacer “trabajo de campo” cuatro o cinco días a la semana, con frecuencia con Humanity Showers, una organización que ofrece duchas a personas sin hogar en el área de San Diego. “Reparto dos o tres kits por persona, a veces cuatro”, explica, y se lamenta de que se les suele terminar antes de que puedan reponer las existencias.
Pero no se limita a entregar las cajas.
Primero enseña a identificar una sobredosis. Son síntomas que no se le borran de la memoria desde aquella vez que presenció la primera.
“Tenía la cabeza totalmente caída. El tipo ni asentía. Se le había puesto la piel azulada, tenía las pupilas contraídas, muy chiquitas, y le costaba respirar. Era una respiración esporádica, se ahogaba. Tenía el estertor de la muerte”, recuerda.
Son, uno por uno, los signos de una intoxicación por opioides, según la página de los CDC. Y los pasos a seguir para quien los presencia son:
“Introdúceselo en su nariz y pulsa”, le dice Smiddy a los que instruye sobre el uso del Narcan. “Repítelo a los tres minutos. Para entonces ya habrás llamado al 911. Úsalo hasta que vuelva en sí”, indica, siguiendo las instrucciones de las autoridades sanitarias.
“Ofrezco formaciones individuales, con padres con hijos que consumen opioides de forma regular… Con todo aquel que se acerque a nosotros”, explica.
— ¿Llevas la cuenta de cuántas personas han salvado de una muerte por sobredosis?
— Resucitamos a gente todas las semanas. Porque es como resucitar a alguien que no sabe que se está muriendo.
Visitas como las de Narcan Nate son frecuentes en el campamento que personas sin hogar han formado en la calle Aetna, en el barrio Van Nuys de Los Ángeles.
Un equipo del Departamento de Servicios de Atención Médica revisa la situación tienda por tienda, ofrece sándwiches y café, y explica cómo usar Narcan.
“Empezamos a normalizarlo. Al igual que los botiquines de primeros auxilios, la comida, la ropa… lo tratamos como parte de la atención que ofrecemos”, dice Shoshanna Scholar, directora de mitigación de daños y trabajo comunitario del Departamento de Servicios de Salud del Condado de Los Ángeles.
“Cada dos días veo una ambulancia llegar y llevarse a alguien”, dice Robert, quien vive en una tienda de campaña cerca de la estación del metro de North Hollywood. “Pasa con demasiada frecuencia. Es descorazonador”, dice, mientras reconoce la labor de trabajadores de la salud y voluntarios.
Aunque no todos aprueban la estrategia de distribución de naloxona. Y quienes la critican alegan que esto podría hacer que los adictos a los opioides sean más propensos a correr riesgos.
Es lo que argumentan también los que se oponen a los llamados centros para la prevención de las sobredosis o de inyección supervisada, como el que existe en Nueva York, el primero autorizado por un gobierno local en EE.UU.
Preguntado sobre qué les diría a quienes defienden esa postura, Smiddy, quien tras consumir opioides y todo tipo de sustancias “de forma intensa y caótica” durante ocho años lleva tres “limpio”, lo tiene claro:
“Les diría que lo único que hace la naloxona es permitir que la gente viva. No puedes cambiar tu vida si estás muerto. Es cuestión de tener compasión y empatía”.
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