Martín Rodríguez Yebra/ La Nación de Argentina/GDA
Alex Salmond suele bromear con que el mayor logro de su carrera ha sido que los políticos británicos nunca lo tomaran demasiado en serio.
Quizás eso haya sido cierto durante mucho tiempo, cuando Salmond era un joven de aspecto rebelde que se cansaba de perder elecciones prometiendo llevar a Escocia a una independencia que casi nadie pedía. Incluso también, cuando ya maduro y convertido en un gobernante regional, anunciaba que la “liberación” estaba por llegar.
Pero al menos desde hace dos semanas ya nadie subestima a este hombre rechoncho, de 59 años, ojos saltones y voz inflamada que a fuerza de voluntad de poder y paciencia estratégica puso a Gran Bretaña ante el peligro posible de la fractura definitiva.
Fue él quien enredó a David Cameron para conseguir hace dos años que autorizara un referéndum separatista que parecía destinado al fracaso. Y quien personificó la campaña para entusiasmar a los votantes con un discurso esperanzador, acaso utópico, pero que logró cosechar márgenes de apoyo que según las encuestas lo acercan al 50% necesario para ganar.
Logró incluso enmascarar las lagunas serias de su discurso, como la falta de una respuesta clara sobre qué moneda circulará en una Escocia independiente.
La vena nacionalista le creció en sus años de estudiante en la Universidad de Saint Andrews, donde cursó economía e historia medieval. Se hizo experto en petróleo, el pasaporte a la riqueza que en aquellos años 70 empezaba a manar del Mar del Norte, y en las guerras que los héroes míticos de hace siete siglos pelearon contra Inglaterra para defender la autonomía de Escocia.
Hijo de un laborista y una conservadora, él se alistó en el Partido Nacionalista Escocés (SNP, por sus siglas en inglés). Le tocó empezar del lado de los perdedores: su primera experiencia electoral coincidió con el primer triunfo de Margaret Thatcher, que redujo de once a dos la cantidad de parlamentarios nacionalistas que Escocia enviaría a Londres.
Salmond terminó expulsado de su partido, después de fracasar en su intento de volcarlo hacia la izquierda con una oposición radical a la agresiva política de recortes y privatizaciones del thatcherismo.
Su primera resurrección llegaría en 1985. Tras volver con aires moderados al partido, consiguió una banca en el Parlamento británico.
Cinco años más tarde se quedó con el liderazgo del SNP. Eran épocas en que Escocia era territorio del laborismo y los nacionalistas peleaban por las sobras. El giro iba a llegar en 1997, cuando Tony Blair decidió cumplir su promesa electoral de devolver a Edimburgo un Parlamento regional que absorbiera una serie de limitadas facultades de gobierno en Escocia. Era la receta del laborismo para “terminar para siempre” con el nacionalismo separatista.
Salmond perdió en 1999 la carrera por convertirse en primer ministro regional y en 2004 decidió resignar el liderazgo del SNP. “Si me nominan, lo rechazaré; si me eligen, renunciaré”, dijo, solemne. Pero tres años después resultaba votado como jefe de gobierno escocés, con una frágil minoría. ¿Había llegado la hora del independentismo?
En Londres no lo vieron venir. Lo creían demasiado debilitado en el frente interno para amenazar a la unión. En las elecciones de mayo de 2011 arrasó inesperadamente y logró una mayoría absoluta en Edimburgo, con lo que logró arrancarle a Cameron el referéndum.
Salmond vive por y para la política. Se casó en 1981 con una mujer 17 años mayor que él. No tienen hijos. Lleva tiempo puliendo su imagen, afinando su carisma. Sólo se relaja cuando se pierde en los campos de golf, donde suele compartir largas caminatas con amigos famosos, como Sean Connery o Donald Trump. Otra de sus pasiones son las carreras de caballos. Tanto le gustan que llegó a tener una columna sobre apuestas en The Scotsman, uno de los principales diarios de Glasgow.
Le gusta decir que se siente el caballo que corre de atrás. Hoy pondrá a prueba si es capaz de ganar el gran premio. O si, fiel a su historia, empezará a prepararse para el próximo intento.