No es ningún secreto que los antiguos romanos disfrutaban de sus banquetes.
Es fácil imaginárselos voluptuosamente recostados en divanes, vestidos con sencillas pero elegantes togas, en lujosos salones o jardines, mientras les sirven toda clase de delicias.
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Manjares extravagantes como loros, pavos reales, avestruces o flamencos, así como faisán, mariscos, venado o jabalí, y los eternos favoritos: higos carnosos.
Con un imperio que llegó a extenderse desde Gran Bretaña hasta Bagdad, y un fino sentido del placer, las exquisiteces venían de todas partes, así como los condimentos para aliñarlas: pimienta y azúcar de India, comino de Etiopía, zumaque de Siria...
Todo acompañado por ríos de vino, bebido en copas de plata de dos asas, mientras se escucha una lira o un poema de fondo, acróbatas hacen malabares, y algún leopardo se pasea por ahí.
Pero veladas como esas eran un lujo que sólo se podían dar la élite, algo que no te sorprenderá.
Lo que sí es más curioso es que el hecho de comer en casa también era un lujo, como cuenta la historiadora Mary Beard en la serie de la BBC “Being Roman”.
Es más, a pesar de rumores de que el emperador Claudio iba a bares en su juventud y Nerón se escapaba de su palacio para visitarlos, se consideraba que salir a comer fuera del hogar era de mal gusto, algo que hacía la clase baja.
Y lo hacía porque, en realidad, era una necesidad: muchos romanos no tenían las instalaciones para preparar y cocinar alimentos, o estaban demasiado ocupados para hacer comida en casa.
Así que, para el pueblo romano, los bares y restaurantes eran parte esencial de la vida cotidiana.
Sin la posibilidad de invitar a sus amigos a casa, como lo hacían los ricos, eran además los lugares en los que podían socializar, jugar y hasta coquetear y quizás conocer el amor.
Eso explica que en Pompeya, esa ciudad cuyo futuro se suspendió el 24 de octubre de 79 d.C., se hayan encontrado bajo las cenizas del Vesubio más de 160 bares.
Y nuevas investigaciones han descubierto cada vez más sobre cómo eran y cuáles fueron los platos favoritos del pompeyano común.
Antes de ir a Pompeya, detengámonos un momento en Isernia, una ciudad a medio camino entre Roma y Nápoles, donde se encontró una estela que da una idea de la picardía de algunos de esos establecimientos.
Pretende se una lápida que conmemora a dos taberneros, pero su leyenda ha hecho que muchos expertos sospechen que más bien era un anuncio para promocionar su mesón.
Empieza declarando: “Calidius Eroticus hizo [este monumento], mientras aún estaba vivo, para él y para Fanniae Voluptas”.
“Calidius Eroticus significa sexo realmente caliente”, aclara Beard. Y Voluptas significa placer.
Así que, según la estela, se llamaban así como el señor Sexo y la señora Placer.
Para la historiadora, esos probablemente no eran sus nombres reales “sino una especie de nombres comerciales, pero nos dicen algo sobre la cultura de los mesones”.
En la parte inferior, la escena esculpida de un hombre con una capa de viajero y una mula, que le está entregando dinero a presumiblemente Erótico, ilustra un corto diálogo de “la vida en el bar”.
Dice así...
Cliente: “Posadero. Vamos a hacer la cuenta”.
Posadero: “Tienes un sextario de vino ahí, que es un as (moneda romana). El pan, un as. Y las salsas, 2 ases”.
Cliente: “Está bien”
Posadero: “Por la chica, son 8 ases”.
Cliente: “Eso también está bien”.
Posadero: “Y heno para la mula: 2 ases”.
Cliente: “¡Esa maldita mula será mi ruina!”.
Ahí lo tienes: un chiste milenario.
Aunque te haya robado ni una sonrisa, lo grabado en la piedra nos deja vislumbrar la animada cultura de las tabernas en la Antigua Roma.
Algo que la escena cómica deja entrever es un vínculo entre las hospederías y la prostitución.
“Posiblemente existía”, señala Allison Emmerson de la American Academy en Roma: “Los autores de la élite romana hablaron de ese vínculo: ir a comer al bar y tal vez contratar a una trabajadora sexual”.
Sin embargo, advierte, “eso estaba en la categoría de 'cosas que hacen las personas de bajo estatus', por lo que despierta sospechas”.
Claire Holleran, historiadora de la Antigüedad en la Universidad de Exeter, concuerda con que hay que tratar esos retratos de los bares con una pizca de sal.
La mayor parte de nuestra información escrita proviene de autores de clase muy alta.
Sus prejuicios sobre los hábitos de sus inferiores sociales, o disgusto hacia los ricos que se rebajaban a hacer cosas como ir a comer o beber en lugares públicos por diversión, podían colorear su visión.
No obstante, cada vez contamos con más información para comprobar si lo que contaron compagina con la evidencia arqueológica.
Descubrimientos recientes en Pompeya muestran que esos plebeyos de los que hablaban tenían una amplia gama de opciones.
Había desde comida rápida para llevar hasta comedores privados que imitaban el estilo de vida de los ricos y famosos.
Los lugares más pequeños tenían espacio solo para estar de pie, mientras que otros ofrecían una experiencia más relajada con mesas y taburetes. Algunos de los establecimientos incluso tenían sofás para recostarse.
Los bares solían estar ubicados en las esquinas o en concurridas calles principales.
La que bordea el barrio de los teatros de Pompeya, por ejemplo, tenía al menos 13 locales, todos compitiendo por conseguir clientes.
Muchos tenían un mostrador de servicio que daba a la calle, lo que permitía atender a los clientes sobre la marcha.
Los estudios de los bares en Pompeya muestran que alrededor del 80% de ellos tenían instalaciones para cocinar.
A menudo estaban en el mostrador o en el umbral del lugar, para dejar salir el humo y, al tiempo, tentar a los transeuntes con el aroma de la comida.
“Si nos fijamos en escritores de élite de los siglos I y II como Horace, Martial o Juvenile, todos usan adjetivos similares para describir estos bares de barrio: 'grasientos, oscuros y lúgubres' y 'calientes y sucios'”, indica Hollerman.
Y agrega que “probablemente había algo de verdad” en lo que reportaron.
Eso se debía a que, “según revela la mayor parte de nuestra evidencia, mucha de la comida caliente que se vendía era grasosa, derivados del cerdo, como salchichas, albóndigas y callos.
“Como puedes imaginar, al cocinarlos o calentarlos, llenarían de humo y grasa el lugar”.
El filósofo y médico Galeano llegó hasta a afirmar que “se sabía que la carne humana sabía a cerdo porque a veces los posaderos la sirvían en lugar de cerdo, y nadie notaba la diferencia”, relata la historiadora.
“No creo que eso sea necesariamente cierto, pero te dice algo sobre la reputación que tenían los posaderos”.
No todo era cerdo, sin embargo.
Análisis de restos fecales revelaron otros alimentos que se servían en los bares romanos, entre ellos aceitunas, nueces, frutas y cordero.
“Una dieta completa”, subraya Emmerson.
Los bares ciertamente tenían acceso a muchos productos frescos, y se utilizaban bodegas locales.
Para algunos artículos, hacían un esfuerzo adicional; por ejemplo, importaban granos de pimienta, una señal de que no era sólo cuestión de sustento, sino también de sabor.
Y, por supuesto, había pan y vino.
Eso es lo que consumió el cliente de Eroticus, ¿recuerdas?
El pan era un alimento básico de la dieta romana y gracias a las numerosas representaciones y restos carbonizados, sabemos mucho de él.
Aquí hay dos de muchas imágenes:
El pan era el principal plato alimenticio de los más pobres... pero también era popular entre los ricos.
Y, como nos dejó saber el chiste de Eroticus, solía comerse con acompañamientos.
La palabra latina utilizada en la inscripción es pulmentarium, que se puede traducir como salsa, condimentos o cualquier cosa que se come con pan.
Según la literatura antigua, el pulmentarium podía elaborarse con una amplia variedad de ingredientes, y ser dulce o salado.
Séneca señaló, por ejemplo: “Si tengo pan, uso higos como condimento”, mientras que Plinio prefería manzanas y peras hervidas en vino.
También se podía acompañar con quesos, o sencillamente con sal, combinada con “adiciones fragantes”.
Ahora, si lo que querías era una noche de copas y diversión, los frescos en los bares muestran escenas de personas jugando juegos de mesa, acusándose unos a otros de hacer trampa, y hasta de un propietario diciéndole a dos hombres: “Si quieren pelear, ¡se salen de aquí!”.
Todo lo anterior, pasado con vino, por supuesto, casi siempre tinto.
Era mucho más fuerte que el que bebemos hoy, por lo que se diluía con agua, a veces demasiado para el gusto de algunos, como atestiguan grafitis quejándose.
Se servía frío o caliente, y a menudo se condimentaba con ingredientes como pimienta, miel o comino, o cualquier mezcla que reclamaran los clientes exigentes.
Analizando cuidadosamente todo en un bar hallado recientemente, cuenta Sophie Hay del Parque Arqueológico de Pompeya, se toparon con algo inusual.
“Encontramos los restos carbonizados de habas, con una tacita al lado. A primera vista, suena un poco a misterio, pero una vez desentrañado, supimos que le añadían habas al vino para mejora el sabor”.
¿Y la carta de precios?
Pues los de la Taberna de Hedones de Pompeya quedaron congelados en un graffiti encontrado en la entrada:
“Hedone dice:
“Aquí una persona puede beber por un as.
“Si das dos, beberás mejor;
“Si das cuatro, beberás Falernian (un vino de culto de la época)'”.
Así de sencillo, ayer como hoy, recibes lo que pagas.
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