Durante la reciente campaña electoral en Alemania, un video se hizo viral. Este mostraba a Angela Merkel en 1997, cuando era ministra del Ambiente del gobierno de Helmut Kohl, explicando con solvencia (su formación profesional fue en el ámbito de la física) la urgencia de actuar frente al cambio climático.
Una razón por la que el video se hizo viral es que unos 25 años después (16 de ellos bajo el gobierno de Merkel), entre las principales economías de Europa, la alemana sigue siendo la que emite más dióxido de carbono por habitante. Porque, por ejemplo, el país aún depende de combustibles fósiles para generar el 44% de la energía eléctrica que requiere.
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Ese fue un patrón de conducta habitual bajo su mandato: Merkel entendía bastante bien la naturaleza de los problemas que enfrentaba, pero solía buscar soluciones negociadas que no le infligieran un elevado costo político. Lo cual, en ocasiones, implicaba postergar la implementación de una solución definitiva a ciertos problemas.
Por ejemplo, durante 15 de sus 16 años de gobierno, Merkel se opuso a la emisión de una deuda conjunta por parte de la Eurozona (es decir, los países que comparten el euro como moneda común). La lógica tras esa propuesta siempre fue clara. La deuda pública de Grecia o Italia era alta como proporción de sus economías, pero, como conjunto, la Eurozona tiene menores ratios de déficit fiscal y deuda pública como proporción de su economía que Estados Unidos o Gran Bretaña. El problema estaba menos en los fundamentos de la economía que en la fragmentación política: la Eurozona tenía una sola política monetaria, pero 19 políticas fiscales. Eso implica que, cuando un país tiene problemas de deuda pública, recesión o déficit de balanza comercial, no puede emitir para reducir el valor real de su deuda en moneda nacional, rebajar ciertos tipos de interés para fomentar la inversión, ni devaluar para incrementar la competitividad de sus exportaciones.
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Es decir, los países con menor desarrollo relativo no pueden apelar a los mismos medios a los que apelaron los países más desarrollados antes de que existiera la Unión Europea (UE). Precisamente, por razones como esa es que, como compensación para los países de menor desarrollo relativo, existen dentro de la UE programas de convergencia económica y social. Estos no son producto de la bonhomía de quienes gobiernan los países más desarrollados, sino de su comprensión de que proyectos que limitan la autonomía de decisión de los gobiernos nacionales (como el mercado común, los estándares ambientales que comparten o la moneda común) benefician a las economías de sus países en mayor proporción que al resto. La emisión de eurobonos, es decir, deuda pública respaldada por una garantía colectiva de la Eurozona, debía entenderse dentro de ese contexto. Y, a cambio, se exigían ciertas condiciones en materia de políticas públicas a los países receptores.
La prueba de que Merkel entendía esa lógica es el hecho de que, en su último año de gobierno, finalmente aceptó la propuesta de emitir deuda pública bajo garantía del conjunto de la Eurozona. Pero incluso entonces lo planteó como una medida excepcional, producto de la pandemia. Es decir, bajo circunstancias apremiantes, Merkel tendió a hacer lo correcto. Pero, precisamente, solía esperar a que las circunstancias fueran apremiantes antes de actuar.
Podría alegarse que su gobierno encaró tantas crisis (la Gran Recesión en el 2008, la crisis del euro en el 2010, la crisis migratoria en el 2015, o la pandemia en el 2020), que las circunstancias siempre fueron apremiantes. Pero su gobierno también fue beneficiario de circunstancias afortunadas que –como la reforma laboral que aprobó su predecesor, la expansión hacia el este de la UE o el ingreso de China a la Organización Mundial de Comercio– brindaron a la economía alemana recursos adicionales que le hicieron más fácil la tarea de lidiar con esas crisis.
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