A Emilet Neda Granados le gusta acostarse sobre el pasto húmedo del parque Hellisgerði -más conocido como el parque de las flores- en el sur de Reikiavik, la capital de Islandia, porque de alguna manera le recuerda la brisa de las playas de La Guaira, la ciudad venezolana donde nació.
“Me encantan los ríos, el agua, la playa y me acuerdo de todo eso en este lugar”.
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La distancia entre La Guaira y Reikiavik es de 6.800 kilómetros, que Emilet intenta conjurar con solo cerrar los ojos y pensar en el mar que baña su ciudad natal. Cuando los abre de nuevo, se incorpora con dificultad y para caminar debe pelearle a su pierna derecha, que apenas puede mover.
Hace ocho meses, mientras arreglaba su pequeño apartamento en el centro de Reikiavik, una tabla que estaba destinada a ser una mesa le cayó en la mitad del pie derecho y se lo fracturó.
Desde entonces comenzó un trajín médico que la llevó a la depresión -el pie sigue sin curarse - y de allí, a su rutina de acostarse sobre la hierba de Hellisgerði para conectarse a ojos cerrados con su Venezuela natal y olvidarse de su dolor por un rato.
“Yo la he pasado mal. Yo lo único que sé es que, si tuviera mi aguardiente de culebra y mi loción de árnica, yo me habría curado en un mes”, opina.
“Mejor dicho, si yo hubiera estado en Venezuela no hubiera padecido esto”.
Pero no está. Emilet, como millones de venezolanos, huyó de su país debido a la crisis económica y política que ha marcado a Venezuela en la última década.
Lo curioso es que una isla, más cerca del círculo polar ártico que del Caribe y donde en invierno apenas hay cuatro horas de sol y temperaturas cercanas a los 20 grados bajo cero, se ha convertido en uno de los destinos elegidos por los venezolanos para empezar una nueva vida.
De acuerdo con el gobierno islandés, en 2019 y 2021 Venezuela fue la nacionalidad con el mayor número de solicitudes de asilo aceptadas y en lo que va de 2022 solo ha sido superada por otra nacionalidad cuyo territorio se encuentra en jaque: Ucrania.
“Desde hace algunos años, especialmente desde 2017, los venezolanos gozan de lo que se llama protección subsidiaria, esto es un tipo de asilo que toma más en cuenta la situación del país que los casos particulares”,le explica a BBC Mundo Francisco Gimeno, líder de proyectos de la Cruz Roja de Islandia.
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En 2019, Islandia aceptó 180 solicitudes de asilo de venezolanos, por encima de otras nacionalidades como iraquíes o sirios. En 2020 ese número, debido a la pandemia, se redujo a 104, pero en 2021 se duplicó respecto de 2019, con 361 casos.
Y hasta abril de 2022 ya van 265 solicitudes aprobadas a los venezolanos.
Esto, en un país donde la población total es de unas 365.000 personas.
“Eso es un número muy importante, teniendo en cuenta lo diferente que es el clima, el idioma y, sobre todo, lo lejos que queda Islandia de Venezuela. Pero muchos de ellos se han adaptado bien a un país como este”, añade Gimeno.
Sin embargo, el aumento del flujo migratorio ha llevado a las autoridades islandesas a intentar cambiar el trámite de asilo para los venezolanos.
La oficina de Migración de Islandia señala en un documento enviado a BBC Mundo que, en diciembre de 2021, publicaron “una notificación sobre un cambio en la práctica administrativa con respecto a las solicitudes de protección internacional de ciudadanos venezolanos”.
Y ese cambio no es una buena noticia para los emigrados: radicalmente señala que, debido al “mejoramiento de las condiciones” en Venezuela, los ciudadanos del país dejarían de recibir la protección subsidiaria y deberían argumentar su caso de forma individual.
“Esa decisión, que también se intentó en 2020, fue denunciada ante una corte islandesa. En el caso del año pasado se logró revertir al explicarse que la situación en cuestión de derechos humanos en ese país continúa siendo delicada, pero este año estamos esperando la decisión de la corte”, explica Gimeno.
Emilet supo que se tenía que ir de Venezuela cuando su sueldo de radióloga en el Centro de Salud de La Guaira apenas le alcanzaba para comprar un par de utensilios de limpieza.
“Por esos días, en 2015, mi papá murió y un sobrino, recién nacido, también falleció. Y como el hospital se quedó sin suministros para atender a los pacientes, yo lo único que hacía era presentarme, meterme en la sala de radiología y llorar todo el día”, recuerda.
Aunque ella también trabajaba los fines de semana haciendo arreglos de fiestas infantiles para completar el sueldo, decidió que lo mejor era abandonar el país. Su primer destino fue Perú, “pero allá aguanté más hambre que en Venezuela”.
“Con un amigo investigamos y nos dimos cuenta de que Islandia podía ser un buen destino. Entonces comencé a hacer las vueltas”.
Además de la amplitud que contemplaba la normativa de asilo, Islandia también es reconocido de forma global como uno de los países “más amigables” para los inmigrantes.
De acuerdo a una encuesta de Gallup publicada el año anterior, lo ubica en segundo lugar, solo detrás de Canadá.
En 2019 finalmente aterrizó en el aeropuerto de Keflavík de la capital islandesa y comenzó con los papeles de asilo. Ya los pocos meses obtuvo la aprobación. “Sentí que había llegado a la tierra prometida: nos daban un lugar, ayudas”.
Pero la pandemia del covid-19, en marzo de 2020, puso un freno súbito a todo eso. No había trabajo y la pasó mal. Cuando a principios de 2021 la economía volvía a reactivarse, ocurrió el accidente de su pie.
“Y caí en una depresión muy fuerte. Mi pie primero se fracturó por la parte de arriba, después se desprendió por la parte de abajo y pasaban y pasaban los meses y no se soldaba. Había algo que no funcionaba bien”.
Emilet se toma la cabeza al hablar sobre el tema médico. Ella señala que cuando fue a urgencias para que le revisaran el pie tras el accidente con la tabla, le dijeron que no estaba fracturada y la enviaron de regresó a la casa.
“No se si me entendían o no. Primero no registraron la fractura y después, cuando por fin me ponen un yeso, no entendieron que yo era una mujer que acababa de comenzar la menopausia y que necesitaba un tratamiento de vitaminas para poderme curar la pierna”, relata.
Uno de los diagnósticos que recibió de los doctores que la atendieron es que la demora en sanar tenía causas psicológicas, lo que para algunos especialistas representa uno de los principales desafíos que tienen las personas que huyen de un país como Venezuela y llegan a un país como Islandia: reparar su trauma mientras se adaptan a un país totalmente distinto al suyo.
“Muchas de las personas que llegan de Venezuela vienen muy dañadas”, señala Alma Serrato, una psicóloga que trabaja en la asistencia social con los asilados que llegan a Islandia.
“Algunos fueron víctimas de la violencia, pero, sobre todo, les cuesta muchísimo procesar que esos ataques o la razón por la que huyes de tu país te los cause la entidad o las personas que se suponen eran las encargadas de cuidarte, de darte protección”, opina.
Y mientras procesan el desarraigo, muchos de los venezolanos tienen que enfrentarse a una especie de renacimiento en un país totalmente opuesto al que vivían.
“Son personas que ven por primera vez la nieve. Y que tienen que aprender cosas tan básicas como vestirse para el frío. Aprender cosas en tu nivel de adulto responsable. Y vuelves a ser como un niñito. Aprender a caminar en el hielo, en la nieve, aprender a comer, a hablar”.
Hablar. Para muchos aprender el islandés se ha convertido en un desafío para la integración.
“Yo no sé en qué estaban pensando los vikingos cuando formaron estas palabras en este idioma”, bromea y se queja Emilet. “Uno tiene que estar loco para entenderlo”.
En el segundo piso de un edificio blanco ubicado en medio de un mall comercial del centro de Reikiavik funciona Multikulti, un centro de estudio de idiomas.
Uno de los requisitos que exige Islandia a las personas que reciben protección internacional es asistir a los cursos de islandés que brinda el gobierno.
Esta tarde el salón que corresponde al curso de español está lleno de venezolanos. Hay un receso de 15 minutos. La mayoría de ellos se sirve café caliente de una jarra y habla, como ocurre frecuentemente entre la comunidad de inmigrantes por estos días, sobre los posibles cambios en la política de asilo.
Uno de ellos comenta que escuchó un rumor a que se han presentado muchos robos en el país hechos por venezolanos(información que no es confirmada por la policía) y que tal vez eso dé pie a que se considere el cambio de política. Emilet, que es una de las alumnas del curso, ignora la charla y se concentra en el papel donde está la palabra “nautakjöt”, carne de vaca en islandés, que es parte del nuevo vocabulario del día.
“El islandés es un idioma con raíces germánicas muy difícil de aprender, en especial para las personas que hablan español, por varias razones: no ha evolucionado mucho en los últimos años y la construcción de las palabras es totalmente distinta al español”, explica Mariel, docente de Multikulti.
Y pone un ejemplo con un animal: el pingüino. “En inglés se dice penguin… y en islandés se dice mörgæs, que viene de 'mor' o grasa y 'gaes', ganso. O sea, ganso obeso. El islandés no quiere parecerse a ningún otro idioma y por eso es tan difícil de aprender”.
Para ella, el problema de fondo es que el país no estaba preparado para recibir a los venezolanos.
“Se nota por ejemplo en que no hay un diccionario de islandés-español y tampoco hay textos educativos para enseñarlo, así que eso es una dificultad”, agrega.
Y eso tiene consecuencias directas en la adaptación de los recién llegados.
“Evidentemente las personas que vienen con protección no son todas iguales, hay diferentes niveles de educación, niveles de experiencia laboral, pero si no se habla el islandés es muy difícil acceder al mercado laboral o, en otros casos, estudiar en una universidad”, señala Gimeno.
Esto lo ha vivido en carne propia Angelei Quintero. Ella llegó en 2019 y le concedieron asilo político a los pocos meses, pero debido a que no habla el islandés le ha costado acceder a un empleo estable desde que arribó al país.
“Yo en Venezuela trabajé como funcionaria de la Policía Metropolitana de Caracas durante varios años y después cuando la absorbió la Policía Nacional Bolivariana”, relata.
Ella estuvo en el frente policial durante las violentas manifestaciones de 2017 en contra del gobierno de Nicolás Maduro y allí fue donde su vida dio un vuelco.
“En mi perfil de Whatsapp pusé una foto de un líder social que murió durante las protestas que tenía el mensaje 'Abajo la dictadura'. Y uno de mis compañeros me reportó y me iniciaron un proceso”.
Sintió que debía huir. “Me iban a meter presa. Y yo sabía que un preso político en Venezuela nunca sale de la cárcel”.
Entre las opciones que tenía para irse había varios países nórdicos, que tenían políticas amables hacia los refugiados.
“Escogí Islandia entre otros países porque acá no había embajada ni consulado donde me pudieran echar mano”, dice ella, vestida todavía con el uniforme del supermercado Krónan, donde comenzó a trabajar medio tiempo hace un par de semanas y es su primer empleo estable en el tiempo que lleva viviendo en la isla.
Islandia, ubicada unos 1.500 kilómetros al norte de Noruega y que fue habitada principalmente por colonos escandinavos que huyeron de los vikingos hacia finales del siglo IX, basa su industria en dos actividades fundamentales: la pesca y el turismo.
Ambas industrias combinadas representan el 19% de Producto Interno Bruto del país y el turismo es la industria obvia en la que recalan - o lo intentan- muchos de quienes recién llegan.
“Para entrar en la industria del turismo hay que hablar al menos inglés y yo no sabía. Eso me ha causado mucha angustia”, cuenta Angelei.
Y su angustia tenía un afán: al marcharse, sus dos hijos quedaron en Venezuela y ella necesitaba juntar el dinero suficiente para traerlos.
A sus limitaciones a la hora de comunicarse con propiedad -conoció a un novio hablando a través del traductor del celular- y las restricciones a la socialización que impuso la pandemia del covid-19, se sumó otra dificultad: el clima.
“El invierno en Islandia es muy duro. Hay días enteros en que no ves una gota de sol. Y nosotros somos de Venezuela, imagínate”, señala.
En 1990 se levantó sobre una de las playas de Reikiavik una enorme escultura con forma de barco y hecha de acero inoxidable que recuerda a los primeros viajeros que llegaron a este país.
La escultura, conocida como Solfar o “los viajeros del sol” y obra del escultor islandés Jón Gunnar Árnason, se convirtió en un símbolo de la ciudad.
Acaba de comenzar el verano y las decenas de turistas que se acercan a la enorme escultura para tomarse su respectiva foto se ven sorprendidos por una clase de gimnasia. Un grupo que se mueve al ritmo de una salsa de Marc Anthony.
Frente a un grupo de gimnastas que se ejercitan al lado de la escultura icónica de la ciudad está Caryna Bolívar. Ella es de Venezuela, de Caracas, pero no hace parte de la diáspora creada por la crisis reciente sino que ya estaba acá desde antes: hace 20 años salió de su país con la idea de vivir en Nueva York.
Y terminó en Islandia.
“He visto cómo ha aumentado la población de venezolanos y creo que todos coincidimos en que el clima es algo muy difícil de llevar: el invierno es muy largo. Hace frío todo el año. Incluso ahora en verano”, señala.
Caryna se dedica a dar clases de zumba y gimnasia en distintas partes de Reykjavik y ha visto que el invierno, donde las temperaturas pueden bajar hasta -30C, lleva a la depresión incluso a los propios islandeses.
“No se ve la luz del sol por meses y ese aspecto para personas que vienen de un país tropical como Venezuela, donde hay sol todo el año, puede ser impactante”.
En esto está de acuerdo Alberto Mercano. Él llegó hace dos años a Islandia. Había salido de Venezuela por razones económicas y se había refugiado en Chile. Pero entonces llegó el estallido social de octubre de 2019 en el país del Cono Sur.
“Decidí irme porque no quería que mi hija, que estaba a punto de nacer, estuviera rodeada de ese ambiente donde lo estaban destruyendo todo”, opina.
Alberto, que también es conocido por su alias de Kuzco y su profesión de comediante, se ha hecho famoso por sus tutoriales en YouTube sobre la vida en el país nórdico.
En ellos explica cómo es el idioma, las principales atracciones turísticas, qué se necesita para sobrevivir, pero también cómo es el día a día de un venezolano en Islandia.
Por ejemplo, recomienda a dos hermanas venezolanas que hacen los mejores tequeños y patacones “maracuchos” de Islandia, sus partidos de fútbol donde siempre va acompañado con la “vinotinto y oro” de la selección nacional de fútbol y datos útiles sobre la creciente comunidad de venezolanos que ahora habitan el país.
“Yo creo que el clima es mucho más difícil que el idioma… el idioma al final lo aprendes, pero el clima sigue siendo el mismo”, señala.
“Solo hay luz como por tres horas y está esa oscuridad total que dura desde diciembre hasta marzo. Eso es muy difícil porque parece que nunca te puedes despertar y vas como un zombi por la calle, como entre dormido y despierto”.
Angelei tuvo que sobreponerse a la impresión que le provocaba la oscuridad -y no tanto el frío- a través de su experiencia como funcionaria de la policía: “Habrán sido las largas horas de guardia, pero ya puedo controlar muy bien cuando me da sueño”, cuenta.
Esa capacidad de adaptarse a horarios y condiciones extremas le permitió conseguir una seguidilla de empleos hasta que pudo juntar el dinero para traer a sus dos hijos. Tras dos años de distancia, Angelei volvió a verlos y abrazarlos en diciembre de 2021.
“Fue un momento muy emocionante”, dice mientras se seca las lágrimas. Y tenerlos cerca ahora le permite afirmar que emigrar a Islandia ha sido la mejor decisión que ha tomado.
“Cuando ellos van a la escuela yo no me preocupo si me los van a secuestrar o no. Cuando me acuesto, no me acuesto con el miedo de que se van a meter a mi casa. Para mí la Venezuela que yo conocí, y en la que crecí, ya no existe más. Es un recuerdo”.
“Y es muy difícil regresar a lo que ya no existe”.
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