Las campanas de la iglesia de Santa Chiara acababan de dar las 9 de la mañana.
El pequeño convoy del exprimer ministro había salido de su casa unos minutos antes y se le esperaba en la Cámara de los Diputados, donde debía asistir a una controvertida victoria personal: en pleno apogeo de la Guerra Fría, el mayor Partido Comunista de Occidente iba a apoyar a un gobierno democristiano en una moción de censura, una idea a la que tanto Washington como Moscú se oponían.
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Pero la primera parada de cada mañana para este hombre profundamente piadoso era la misa en la parroquia de Santa Chiara, en su barrio residencial de las afueras de Roma.
Los dos autos que componían la escolta del presidente de la Democracia Cristiana enfilaron la vía Fani cuando, a la altura de la via Stressa, un Fiat 128 con matrícula diplomática se detuvo frente a ellos, obligándolos a parar.
Una tormenta de plomo se abatió sobre los vehículos, ametrallados por una decena de miembros de la guerrilla de Brigadas Rojas, varios de ellos disfrazados de pilotos de Alitalia.
Los cinco escoltas no tuvieron tiempo ni de desenfundar las armas, fueron masacrados. Y solo un hombre permaneció ileso y aterrorizado: Aldo Moro.
Aquel 16 de marzo de 1978 Italia se sumergió en una pesadilla que duró 55 días y que acabó con el cadáver del hombre más poderoso del país en el maletero de un Renault 4 rojo.
El auto estaba aparcado en la via Caetani del centro de Roma, simbólicamente a medio camino entre las sedes de la Democracia Cristiana y del Partido Comunista Italiano (PCI).
Los fantasmas de aquel magnicidio, del que ahora se cumplen 45 años, aún obsesionan a Italia.
Los numerosos errores de la investigación policial, los claroscuros e intrigas de la política italiana, el contexto de la Guerra Fría y algunos episodios sin clarificar de aquellos convulsos días han nutrido un sinfín de libros, películas y series de televisión, la última de ellas Esterno notte (Exterior noche), de Marco Bellocchio.
También han dado lugar a numerosas especulaciones y teorías conspirativas en las que se entremezcla la historia y la fabulación y que llegan a ver en el fondo del caso Moro un crimen de Estado.
“Como ocurrió con (John Fiztgerald) Kennedy en EE.UU., los agujeros negros de la investigación han echado a volar la imaginación de muchos italianos, y han contribuido a esa obsesión”, explica a BBC Mundo Rosario Forlenza, profesor de Historia y Antropología política de la Universidad Internacional Libre de Guido Carli (LUISS), en Roma.
Italia vivía entonces inmersa en los “Años de Plomo” de la década de los 70, un periodo de gran inestabilidad, sumida en las luchas sociales del movimiento obrero y sacudida por terrorismo “negro”, como el de los grupos neofascistas, y “rojo”, como el de las Brigate Rosse (Brigadas Rojas), de ideología marxista-leninista.
El grupo de la estrella roja, que se había nutrido de radicales expulsados del PCI y otras formaciones, pretendían desencadenar en Italia una revolución comunista mediante la lucha armada.
A mediados de los 70 iniciaron una campaña de ataques contra lo que consideraban el “poder burgués”, entre ellos, empresarios, magistrados o políticos. Se especializaron en el “tiro en la pierna”.
Aldo Moro simbolizaba ese poder pero, con su secuestro, también lograban golpear a su rival en la izquierda, el PCI.
Moro había sido primer ministro en dos ocasiones, aunque en el momento del secuestro ostentaba el cargo simbólico de presidente de la Democracia Cristiana, el partido que había dominado la política italiana desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Pero Moro era consciente de que el país había cambiado radicalmente, y de que, de alguna manera, esto tenía que verse reflejado en el gobierno.
A una conclusión parecida habían llegado los comunistas de Enrico Berlinguer, quienes habían contemplado con alarma el destino de Salvador Allende tras el golpe de Estado en Chile.
Los partidos comunistas, concluyeron, no podían gobernar en los países democráticos sin el apoyo de las fuerzas moderadas, por lo que “para evitar la solución chilena, propuso formar una gran alianza entre las fuerzas populares de la democracia italiana, los socialistas, las masas comunistas y las masas católicas”, explica Forlenza.
A esta propuesta se le denominó “compromesso storico” (compromiso histórico).
El acuerdo iba a verse reflejado aquel 16 de marzo en el parlamento tricolor, con la oposición del ala más a la derecha de la Democracia Cristiana y también de la extrema-izquierda, que no entendía que el PCI apoyara al gobierno de Giulio Andreotti.
Moscú veía con alarma cómo un partido comunista se alejaba de su esfera de influencia y el secretario de Estado de EE.UU., el poderoso Henry Kissinger, llegó incluso a advertir a Moro sobre las posibles consecuencias de un acercamiento a los comunistas, según denunció después su viuda.
Miles de italianos de distinta bandera se echaron a las calles a pedir la liberación de Moro.
El papa Pablo VI, su amigo personal, apeló incesantemente en los ángelus de la plaza de San Pedro a los que los scuestradores lo soltaran sin condiciones. Más tarde se supo que el Vaticano estaba dispuesto a pagar hasta 10.000 millones de liras (unos US$5,5 millones de entonces) para su rescate, un dinero en efectivo que nunca se esclareció de dónde procedía.
Pese a la conmoción, Andreotti fue investido primer ministro, como estaba previsto.
Dos días después del secuestro, el diario “Il Messaggero” recibió la primera llamada de las Brigadas Rojas, que indicaron dónde encontrar el primer comunicado de la organziación.
En el sobre estaba también la polaroid que se convertirá en icónica, la de Moro en mangas de camisa con la banderola de las BR de fondo al que definen como “estratega de este régimen democristiano que desde hace 30 años oprime al pueblo italiano”.
Moro, aseguraban, se sometería al juicio del “Tribunal del Pueblo”.
El secuestro abrió un debate ético en la política italiana, que se fue acentuando conforme se fueron conociendo las decenas de cartas que Moro escribió desde su cautiverio, donde pedía al gobierno una negociación para ser liberado.
¿Había que negociar con los secuestradores? El grueso de su partido se negó. Lo mismo hicieron los comunistas. Tan solo el Vaticano, los socialistas y algunos amigos personales de Moro querían dialogar con las Brigadas para liberarlo.
“Para muchos políticos italianos la cuestión era, ¿salvamos la vida de un hombre o la vida de la República? Para un demócrata no había otra elección”, analiza Rosario Forlenza.
Moro se había convertido, sin embargo, en un personaje incómodo para su propio partido.
A medida que pasaban los días, sus cartas se fueron volviendo más furiosas, más llenas de reproches.
Acusaba a sus antiguos compañeros de hipocresía, se sentía abandonado por ellos, víctima de las luchas de poder, y estos respondían en la prensa asegurando que el presidente de la Democracia Cristiana se había vuelto loco, que esas palabras no podían ser sino fruto de la presión de los secuestradores.
Pero, si el lenguaje de Aldo Moro, habitualmente complejo y oscuro hasta tal punto que en Italia se acuñó la expresión “lingua morotea”, para definir una forma de expresión críptica y poliédrica, “en las cartas era claro como el agua”, apunta el profesor de LUISS.
“En mi opinión, Moro siente que, por primera vez, puede decir lo que quiera, y es muy directo en sus críticas, por ejemplo, a Andreotti, y eso generó miedo en el partido”, agrega.
El tema se había salido de control. El gobierno seguía rechazando negociar con las Brigadas, que llegaron a ofrecer cambiar al exprimer ministro por 13 miembros del grupo que permanecían encarcelados. Pero el ejecutivo de Andreotti se mantenía firme.
Sin embargo, la investigación policial no daba ningún fruto. En los 55 días que estuvo secuestrado Moro no se produjeron detenciones, ni siquiera tras uno de los sucesos más extraños que tuvieron lugar aquellos ya de por sí insólitos días y que tiene como protagonista al que luego sería dos veces primer ministro y también presidente de la Comisión Europea: Romano Prodi.
Prodi era entonces profesor de la universidad de Bolonia, y aseguró que aquel abril practicó con varios compañeros una sesión de espiritismo en la que preguntaron al difunto amigo de partido de Moro, Giorgio La Pira, por el paradero del presidente de la DC.
Según el testimonio que Prodi dio tres años después a una comisión parlamentaria que investigó la muerte de Moro, La Pira les reveló a través del tablero de güija un nombre: Gradoli.
Prodi contó esta revelación a la sede de la Democracia Cristiana en Roma, y esta informó a la policía, que se presentó en la diminuta comuna de Gradoli, al norte de la capital, sin encontrar allí rastro de Aldo Moro.
A nadie pareció ocurrírsele si habría una vía Gradoli.
Más tarde, la policía descubrió que, efectivamente, había una via Gradoli en Roma, que acogía uno de los escondites de la banda. Mario Moretti, que más tarde confesaría ser el autor de los disparos que acabaron con la vida de Moro, utilizaba ese apartamento pero, como el registro se filtró a la prensa, evitó volver a la vivienda y no fue detenido.
En una rocambolesca coincidencia del destino, tres décadas después, en ese mismo edificio, cuatro policías sobornarían al entonces presidente de la región del Lazio, Piero Marrazzo, por mantener relaciones con una transexual brasileña.
Pero, más allá de sus posibles encuentros sobrenaturales, el consenso es que alguien mencionó a Prodi la dirección, y que la historia es un invento para proteger la identidad de la fuente.
“¿Quién le dijo que en esa calle había Brigadas Rojas? No está claro. Muchas cosas de esos 55 días no están claras y, sin caer en las teorías de la conspiración, en las que no creo, es cierto que esos vacíos las alimentan”, razona Forlenza.
Una de esas teorías parte de las memorias de alguien que estuvo en primera línea aquellos días.
El psiquiatra cubano-estadounidense Steve Piecznick, especializado en tomas de rehenes, fue enviado a Roma por el presidente de EE.UU. Jimmy Carter para asistir a los italianos durante la crisis. Trabajó estrechamente con el ministro del Interior, Francesco Cossiga.
En sus memorias, publicadas 30 años después, Piecznick asegura que, junto con Cossiga, manipularon a las Brigadas Rojas para que mataran a Moro porque el país “estaba al borde de la desestabilización total” y tenían que evitar que Berlinguer, el líder del PCI, llegara al poder.
En un momento del secuestro apareció un comunicado supuestamente de las Brigadas Rojas en el que aseguraban que habían matado al exprimer ministro. El comunicado era falso pero, aún así, el gobierno lo hizo público posiblemente, aventura Forlenza, para tomar el pulso de la opinión pública.
“Moro había sido condenado a muerte, directamente por las Brigadas Rojas, y de forma indirecta por la Democracia Cristiana”, escribió sobre el episodio el célebre autor siciliano Leonardo Sciascia en su ensayo político “El caso Moro”.
Las teorías del enviado de EE.UU., un teórico de la conspiración que también asegura que los atentados del 11-S y el tiroteo en la escuela Sandy Hook fueron operaciones de falsa bandera, pueden ser más o menos sensacionalistas, pero no está solo.
Varios autores han ahondado en la hipótesis de que, una vez secuestrado Moro, algunos sectores nacionales e internacionales estaban interesados en que no siguiera con vida.
Entre ellos están el periodista Sandro Provvisionato y el juez Fernando Imposimato, instructor de uno de los procesos sobre el secuestro, quienes en su libro “Tenía que morir” aseguran que “hubo hasta ocho ocasiones en las que se pudo liberar a Moro pero no se hizo nada”.
Según sus acusaciones, el secuestro y asesinato de Moro fue un “delito político” donde el autor material fueron las BR y el autor intelectual “una serie de poderes”.
Moro, reconoce Rosario Forlenza, “tenía muchos enemigos, también dentro de su partido y entre los católicos más a la derecha porque, aunque él era un hombre profundamente religioso, creía en la separación entre la Iglesia y el Estado y era un reformista”.
Y, aunque hubo rumores de que la CIA o el KGB pudieron influir en el terrible desenlace, “lo cierto es que Mario Moretti, el que fuera líder de las Brigadas Rojas, aseguró en repetidas ocasiones que ellos actuaron solos y que no fueron manipulados por nadie”, afirma el historiador.
A pesar de todo, Andreotti fue investido presidente del Consejo de Ministros, como se denomina en Italia al jefe del gobierno, con el apoyo del PCI. Pero el caso Moro supuso un punto de inflexión en Italia.
Forlenza propone una imagen, la del funeral de Aldo Moro que se celebró en la iglesia de San Giovanni Laterano y que ofició el papa Pablo VI sin la presencia del cuerpo del difunto ni la de su familia, que habían roto todos los lazos con la Democracia Cristiana a los que acusaban de haber sentenciado a Moro con su inmovilismo.
“En las imágenes se ve en primera fila a los políticos más importantes de la época en el funeral. Pero, en realidad, más que el de Moro, es el funeral de la Primera República”.
La llamada Primera República en el fondo no se desintegró hasta principios de los años 90, cuando el escándalo de “Tangentopoli” destapó la podredumbre que corroía el sistema político y empresarial italiano desde hacía décadas. Pero su golpe de gracia había comenzado con el secuestro y asesinato de un hombre que intentó dialogar para evitar el naufragio del país.
Las Brigadas Rojas tampoco consiguieron sobrevivir a su mayor golpe.
El secuestro dividió a los brigadistas entre los que querían ejecutar a Moro y los que pensaban que era un error. Muchos de esos últimos abandonaron posteriormente el grupo.
Una de ellas fue Adriana Faranda, quien reconoció al diario La Repubblica que “el fin de las Brigadas Rojas comenzó el último día de Aldo Moro”.
“El asesinato fue un error estratégico de las BR porque, no solo la reacción del Estado fue mayor, sino que, para el movimiento obrero y la clase trabajadora, habían cruzado una línea roja, fueron demasiado lejos, nadie pensó que lo que habían hecho fuera aceptable”, analiza Forlenza.
El 9 de mayo el cadáver de Aldo Moro apareció en la vía Caetani. Había recibido una decena de balazos y su cuerpo estaba envuelto en varias mantas. Acababan 55 días de angustia.
Pero la herida que abrió en Italia nunca llegó a cerrarse.
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