Jazmín es minúscula y delgada. Cuando habla casi nunca mira a los ojos. Prefiere mirar hacia el frente, no importa si a pocos centímetros de ella hay un obstáculo (en este caso yo) o se extiende el lecho de cemento por el que se discurre, silencioso y pestilente, el Río Tijuana.
Estamos de pie, frente a su casa, hablando en inglés. Mejor así: a pesar de ser mexicana, su español tiene un chirriante acento anglosajón.
Al hogar de Jazmín se llega bajando por alguna de las entradas pedregosas que llevan hasta el enorme canal conocido en Tijuana como El Bordo, con la ocasional jeringuilla vacía crujiendo bajo los pies. O deslizándose por las paredes que descienden en pendiente hasta el amplio terraplén de concreto.
Decir casa es exagerado. Se trata de una pequeña tienda, armada con plásticos negros, palos y mantas sobre un arenal. En las esquinas la apuntalan llantas usadas.
Siempre sin mirar a los ojos, Jazmín no para de hablar. Me cuenta de su hija de 16 años, a la que no ve desde hace 14, de su deportación de Estados Unidos y sus fallidos intentos por regresar de manera ilegal.
De cómo hace dos meses -cuando toda otra posibilidad se le cerró- se vino a vivir a El Bordo, donde comparte techo y vida con un mexicano rapado, bajo y moreno. De cómo hace menos de un mes -asegura- la policía incendió las casas de sus vecinos.
Es entonces que me pregunto si Jazmín no estará en realidad mirando hacia adentro, a ese otro canal -unas veces radiante, otras infecto-, que es la historia de su vida.EL BORDOUn poco escorado hacia el oriente, el canal de El Bordo divide a Tijuana por la mitad como una enorme cicatriz. En su momento -principios de los años 70- fue la mayor obra de ingeniería urbanística del país.
Sigue siendo impresionante. Es una avalancha de concreto de 15 kilómetros y medio que atraviesa zonas pobres y pudientes, e igual pasa frente a edificios resplandecientes que casas en decadencia. Por el medio -delgado, gris, hediondo- el río fluye hacia la fortificada frontera con Estados Unidos.
Quizás los últimos dos kilómetros del recorrido del canal habría que medirlos en pasos humanos. Los de centenares de personas que, como Jazmín, han hecho de este tramo del canal su hogar y lo trasiegan día tras día.HAY DATOS DUROSDe El Bordo: su población fluctúa entre los 1.000 y 1.500 habitantes (aunque algunos ponen la cifra entre 2.000 y 3.000 a lo largo de todo el canal). La mayoría son mexicanos deportados de Estados Unidos que hablan inglés y español. La edad promedio es de 40 años y alrededor del 90% son drogadictos.
De los deportados: desde que llegó al poder, el presidente estadounidense Barack Obama ha expulsado a más inmigrantes indocumentados que ningún otro mandatario. Ya van dos millones y contando.
Sólo en 2012, casi 352.000 personas fueron deportadas a México, 60 mil por las dos garitas de Tijuana. Una de ellas, la de San Ysidro, es el cruce fronterizo terrestre más concurrido del planeta.
Muchos de los deportados, luego del proceso de entrega a las autoridades mexicanas, tienen que cruzar a pie un delgado puente metálico, los lados recubiertos con alambradas en zig-zag.
Al frente ven el arco plateado que simboliza a Tijuana.
Abajo, como una oscura promesa, serpentea El Bordo.LA HISTORIA DE DIEGOSi Jazmín sólo lleva dos meses viviendo en el canal, otras personas acumulan años.
Es el caso de Diego (nombre supuesto), quien se me acerca mientras camino al borde del río con un par de acompañantes que garantizan que no soy un policía o algo parecido.
Al principio me mira con desconfianza -y siempre de soslayo- pero luego de que le aseguro que no voy a tomar fotos, empieza a desgranar su historia. También se siente más cómodo hablando en inglés.
Lleva más de una década en El Bordo. Vivió desde los 4 hasta los 18 años en Los Ángeles. Fue deportado por pertenecer a una banda (casi de inmediato se corrige y me dice que en realidad sólo le gustaba juntarse con sus amigos).
Regresó una vez. Me señala la valla. “Por allí, por esa parte. Sólo la salté. Antes era muy fácil. Pero después de lo que pasó con las Torres Gemelas se volvió muy difícil”.
Fue deportado de nuevo. Terco, lo intentó una tercera vez. Alcanzó a llegar a las montañas antes de ser atrapado. “De hecho quería que me capturaran. No tenía agua ni comida. Estaba muy mal”.
Estamos parados en medio del canal, bajo el calor lancinante. Diego -la cabeza ladeada, la voz rítmica y rapeada, el acento californiano- es una gran sombra.
“Pero todavía quiero hacerlo. Toda mi familia está allá. No tengo a nadie en México. Toda mi vida está allá y me la quitaron... Bueno, la verdad es que me lo hice a mi mismo. Construyes tu propio destino”.
Me sorprende. Pero en adelante, con todo el que hable aceptará, en algún momento de la conversación, que gran parte de lo que ocurre es su culpa. Introspección que no siempre he hallado en otras personas en situaciones similares en otros lugares de América Latina.
Porque todos aquí han sido deportados por haber violado la ley estadounidense de una manera u otra. Muchos por violencia doméstica.
Diego sigue en frente de mí, la cabeza un poco más ladeada. Mira al piso, pero también siento que mira hacia adentro.
“De verdad lamento lo que hice. Pude haber sido alguien. Y vea cómo vivo ahora”.
Es mediodía. El sol se derrama sin piedad sobre el enorme e hirviente lecho de concreto. Aquí y allá deambulan sombras, hilos de vapor oscuro sobre el cemento.
Unos cuantos yacen: se inyectan heroína. Otro se inclina sobre las aguas sucias y estriega algo. De las bocas de túneles y alcantarillas sobresalen, de cuando en cuando, rostros pálidos y efímeros.
Parece una asamblea de fantasmas.DESAYUNANDO DONDE EL PADRE CHAVALa fila frente al Desayunador del Padre Chava empieza a formarse antes de las seis de la mañana. El comedor -un edificio de cuatro pisos, color amarillo quemado- está a tiro de piedra de El Bordo, cruzando la Avenida Internacional.
Madres con niños y mayores de 60 años a la izquierda. Los demás, allí por favor.
Todos obedecen. Algunos a regañadientes y mascullando una que otra puteada, pero hacen cola, reciben el chorrito de jabón que un par de jovencitos distribuye a la entrada, pasan al lavamanos de zinc, recogen luego una toalla de papel y de nuevo a la fila, a esperar asiento frente a las mesas de madera.
Adentro, estudiantes voluntarios reparten bandeja tras bandeja de platos rebosantes de pollo con mole, arroz, fríjoles y tortillas.
Todo funciona con precisión militar en este comedor salesiano. Las puertas se abren a las 7:30 am luego de la misa diaria para el personal. Hasta las 10:30 se sirven desayunos. Quien llega después se queda con el estómago vacío.
En el segundo piso funciona una peluquería, un teléfono de línea terrestre para llamar a familiares en México o Estados Unidos y una enfermería. También se reparte ropa.
El estricto régimen introduce un poco de estructura en centenares de vidas (se sirven unos 1.500 desayunos al día), de otra manera entregadas al azar de las necesidades y apetitos más básicos.
Quienes hacen esto posible son la coordinadora, Margarita Andoneagui -quien lleva 15 años en el lugar-, y el director, el sacerdote Ernesto Hernández, quien llegó hace cuatro.
Es el padre quien nos sirve de salvoconducto para entrar a El Bordo, donde todos parecen conocerlo y apreciarlo. Él, ciertamente, los entiende:
“Son deportados que, no habiendo tenido ninguna oportunidad, o no habiendo aprovechado las que tuvieron, han empezado a descuidar su vida. Es gente que no tiene un lugar dónde dormir, donde asearse continuamente, o se siente relegada de la sociedad. Entonces busca quedarse con otros que ve igual”.
“El Bordo es el último recurso para el inmigrante”, añade.
Las mesas del desayunador están repletas de estos inmigrantes. Muchos han caído en el canal. Otros resisten. Uno de ellos es Jerry Reza, de 56 años de edad, quien dice que vivió 53 de ellos en Estados Unidos. Asegura que en 1962 recibió una multa de tránsito que nunca pagó.
Hace un año recibió otra por cruzar una calle por donde no debía (jaywalking). Entonces -rememora- las autoridades descubrieron que los intereses acumulados por no pagar la multa 40 años atrás llegaban a US$56.000. Fue deportado.
“Cometí un error, ahora estoy pagando las consecuencias. Pero soy estadounidense, no importa que haya nacido en México”.
Tres mesas más allá -con cachucha, barbado y rostro de surcos profundos- apura su desayuno Samuel. Tiene 65 años. Vivió 50 en Estados Unidos y está determinado a volver.
“Déjeme decirle la verdad: mañana voy a tratar de pasar la frontera. Voy a hacerlo. Voy a saltar la valla, cruzar las montañas y llegar a San Diego. Tengo que hacerlo. Toda mi familia está allá. Aquí no tengo nada. Todo lo tengo allá”.HABLA MARTÍN“He vivido en El Bordo por tres años y medio… Todos somos deportados. Muchos han intentado volver, pero no pudieron. Ahora (los coyotes) están cobrando US$10.000 sólo por llevarte al otro lado. Los chinos y centroamericanos tienen que pagar hasta US$30.000.
“Viví 22 años en Estados Unidos, trabajaba como mecánico. Me encontraron marihuana y me deportaron. La verdad es que esto no se lo deseo a nadie. Me dan ganas de llorar cuando pienso en lo que diría mi familia si me viera, porque no saben que estoy así. Creen que vivo en un hotel.
“¿La heroína? Cuando la usas te olvidas de todo lo que pasa alrededor tuyo. Dentro de ti todo se siente suave, dulce. No sientes dolor, preocupaciones. Te olvidas de todo. Por eso es que la gente acá la usa tres, cuatro veces al día. Más si pudieran. Todo el dinero que consigas lo vas usar en eso.
“Pero para que alguien pueda entendernos tendría que vivir lo que nosotros hemos vivido…
“La gente dice: Dios no te castiga, tú mismo lo haces. Y para ser honesto, eso es verdad. Somos nosotros los que nos castigamos”.UNA RONDA POR EL BORDOLa patrulla se desliza como una cápsula negra y reluciente por el lecho de concreto.
Luego de esperar una hora para entrevistar al secretario de Gobierno de Tijuana nos dijeron que, por una reunión de emergencia, no podía llegar. A cambio nos permitieron un recorrido en la patrulla.
Cuando nos ven pasar, la mayoría de los habitantes de El Bordo escurren el bulto.
El oficial que nos acompaña de tanto en tanto hace detener la camioneta y llama a algunas de las personas que deambulan por el lugar. Su tono es agresivo, autoritario. Es evidente que cree que no hacen lo suficiente para salir de la situación. Sin embargo, cuando le pregunto cuál es la solución para ellos, responde sin dudarlo: “rehabilitación”.
Al interrogarlo sobre las acusaciones de abusos por parte de la policía, guarda un largo silencio.
Luego me dice que cumplen con su trabajo. “Un trabajo muy difícil”, agrega.
Después, Carlos Mora, director de la Comisión del gobierno de Baja California (estado al que Tijuana pertenece) para la Inmigración, me reconoce que hay múltiples denuncias de abusos por parte de la policía. Dice que a diario recibe quejas y de inmediato las tramita ante la propia policía. “Algunos agentes han sido retirados. Pero también se trata de educarlos. Intentan hacer un buen trabajo”.BAJO EL PUENTE Y MÁS ALLÁSon unas 500 personas. Están reunidas debajo de uno de los enormes puentes que cruzan El Bordo. Esperan la camioneta que todos los días, a las 2:30 de la tarde, llega a repartir sándwiches y aguas de sabores en bolsas. Son ya casi las 3:30 y algunos están nerviosos.
Una mujer, de falda cortísima -alguien me dice que es boxeadora-, se exhibe al lado del río. Algunos la aplauden o le silban. En algún momento, mientras se menea, dice en inglés que es la reina de El Bordo.
Mientras hace una fila ordenada para recibir la comida, Pedro cuenta lo que es, para él, vivir en este lugar:
“Conoces a alguien y de pronto lo dejas de ver un día. Preguntas por él y te dicen 'ah, lo mataron'. No puedes mirar a la gente a los ojos por mucho tiempo. No discutes con nadie. Porque nunca sabes quién te va a matar por nada. Te matan por tus zapatos. Es así de frágil. Es muy asustador”. It’s real scary out here.
Jazmín sigue sin mirarme a los ojos cuando le pregunto cuáles son sus expectativas en este lugar. “Ninguna, vivo día a día”. Cuando indago si tiene la esperanza de volver a ver a su hija algún día, parpadea y por un momento creo que me va a mirar de frente. No lo hace.
“No lo creo. No lo creo. Por supuesto que quiero, pero he estado por fuera de su vida tanto años que lo más probable es que mi hija ni siquiera sepa que tiene madre”.
Recuerdo entonces lo que en un momento me dijo el sacerdote salesiano: que algunos de los habitantes del canal viven allí porque, al estar a sólo 150 metros de la frontera con Estados Unidos, de alguna manera se sienten más cerca de sus seres queridos.
Con paso balbuceante, Jazmín regresa a su hogar.
Al otro lado del río, sobre el borde de El Bordo, la valla se antoja más infranqueable que nunca.