El país de los 60 años de guerra de guerrillas ahora tendrá a un excombatiente como jefe de Estado.
Gustavo Petro, militante del Movimiento 19 de abril (M19) en los años 70 y 80, será el primer presidente de izquierda en la historia del país.
“La paz es que alguien como yo pueda ser presidente o que alguien como Francia (Márquez) pueda ser vicepresidenta”, dijo en su discurso de victoria.
Su llegada al poder es el resultado de una larga carrera que empezó en 1990, cuando el M19 se desmovilizó y entró al sistema político con una agenda socialdemócrata.
Desde entonces, Petro se dedicó a denunciar la corrupción, las violaciones de derechos humanos del Estado y el vínculo entre políticos y paramilitares.
Con el tiempo, y con un esfuerzo por la moderación que muchos interpretaron como oportunismo, Petro ha logrado despojarse de la etiqueta de exguerrillero y mostrarse como un político alternativo que, sin embargo, ya hace parte del sistema.
Mientras Petro creció como figura, la guerra ha ido menguando, sea porque el Estado logró acorralar a algunos de los grupos o porque se firmó un acuerdo de paz, como ocurrió en 2016 con la hoy extinta guerrilla de las FARC.
Sin embargo, la violencia se mantiene en algunos territorios remotos del país, la producción de cocaína —ligada al conflicto— sigue siendo la mayor del mundo y se han proliferado los grupos armados ilegales.
Durante la campaña, Petro vendió su presidencia como un “cambio por la vida y la paz”. Su promesa incluye, ha dicho, una “paz total”, en oposición a la “paz chiquita” que, según él, se firmó hace seis años.
“No tendría sentido un gobierno de la vida si no llevamos a la sociedad colombiana a la paz”, dijo en su discurso.
Como ningún gobierno anterior, la sintonía ideológica e histórica de Petro con las guerrillas le da un margen de maniobra para avanzar hacia el diálogo y la desmovilización.
“Cuando ocurren hechos objetivos en pro de la paz, como la firma de un acuerdo o la elección de un excombatiente, se genera un cambio simbólico sustancial, no solo en los alzados en armas sino en la población civil, que favorece el diálogo y la reconciliación en lugar de la mano dura”, dice Diana Rico, profesora de política de la Universidad del Norte y experta en la semiótica de la guerra.
“Este es, sin duda, un punto de inflexión, una ventana de oportunidad para iniciar una transición con alguien (Petro) que comparte las ideas progresistas y que puede tener empatía hacia los alzados en armas”, señala la experta.
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El primer tema que Petro tendrá que atender en términos de conflicto es lo que dejó el acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
El gobierno saliente de Iván Duque defiende su política de implementación del acuerdo, pero sus críticos aseguran que su gestión fue todo menos proactiva.
Los puntos 1 y 2 del acuerdo, referentes a la reforma rural y la reforma política, avanzaron poco o nada durante el cuatrienio de Duque. Son los más difíciles de ejecutar por los intereses de latifundistas y políticos tradicionales que tocan.
Petro ha sido crítico de ese acuerdo con las FARC. Dice que no fue lo suficientemente ambicioso en atacar las causas de la guerra: la desigualdad en la propiedad, la exclusión política y la vulnerabilidad del campesinado.
Pero en la campaña dijo que implementar ese acuerdo a cabalidad será una de sus prioridades. En los municipios más afectados por la guerra ganó por amplia ventaja.
“El acuerdo de paz está en el centro del programa de gobierno, sobre todo en la protección de la ciudadanía y la seguridad territorial”, dice Jorge Mantilla, director de dinámicas del conflicto de la Fundación Ideas para la Paz.
“Pero el reto es la implementación, porque Petro tiene escasa gobernabilidad y su relación con la fuerza pública no promete ser la más fácil. Su programa de gobierno es una declaración de principios, pero no se sabe bien qué es lo que se va a hacer”.
Aunque la gran mayoría de los guerrilleros de las FARC se mantienen desmovilizados, durante los últimos años han ido creciendo las llamadas disidencias de las FARC, pequeños grupos independientes que dicen alzar la bandera comunista de la extinta guerrilla.
“Respaldemos al gobierno de la vida y de la esperanza”, se lee en un supuesto comunicado de la Segunda Marquetalia, una de las disidencias, publicado esta semana. “Metámonos con todo, con cuerpo y alma, en el propósito colectivo de lograr la paz completa para Colombia. Tenemos que dialogar para frenar la guerra”.
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Además de las disidencias de las FARC, en Colombia aún existe una vieja y arraigada guerrilla: el Ejército de Liberación Nacional (ELN), que ha crecido desde 2016 y reanudado sus ataques a las fuerzas de seguridad en algunas zonas.
Petro dijo que va a reanudar los diálogos de paz con el ELN, interrumpidos por Duque en 2019 tras el ataque a una escuela de la policía en Bogotá.
El grupo guevarista y marxista reaccionó a su elección con estas palabras: “El ELN mantiene activo su sistema de lucha y resistencia política y militar, pero también su plena disposición para avanzar en un Proceso de Paz que dé continuidad a la Mesa de Conversaciones iniciada en Quito en febrero de 2017″.
Mantilla acota: “El ELN tendrá que resolver cómo va a ser su conducta cuando en el poder está un gobierno que le es afín ideológicamente. Parte de lo que ellos quieren negociar ya lo va a hacer Petro y aunque eso puede ser una ventaja en la negociación, también depende de cómo el ELN asuma perder esa relevancia programática”.
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Juan Pappier, investigador sénior de la División de las Américas de Human Rights Watch, añade: “La promesa de reanudar diálogos, si se implementa debidamente, tiene el potencial de traer alivio a muchas comunidades, pero tristemente hoy los desafíos humanitarios en Colombia van más allá de esta guerrilla y requieren de una nueva política de seguridad que sea más eficaz para desmantelar grupos criminales y proteger a la población civil”.
A la presencia de las disidencias de las FARC y el ELN se añaden el Clan del Golfo, una organización neoparamilitar dedicada al narcotráfico, el contrabando y la extorsión, así como otros grupos que no tienen intereses políticos, por lo cual son más difíciles de contener a través de la negociación.
Para esto Petro ha propuesto una “política de sometimiento” a través “del diálogo judicial, que no político, para desmantelar pacíficamente el narcotráfico”.
“Pero un Estado no puede renunciar al uso de la fuerza y creo que es improbable que negocie con todos”, dice Mantilla.
Pappier añade: “La pregunta clave es si un gobierno de Petro será capaz de establecer una relación constructiva con el sector Defensa que permita reformar las políticas de seguridad”.
Petro lleva toda su carrera política denunciando los crímenes de las Fuerzas Armadas. Durante la campaña incluso tuvo un altercado retórico con el jefe del ejército, Eduardo Zapateiro, representante del ala más conservadora de los uniformados.
Aunque recibió el respaldo de algunos generales retirados, en general Petro suscita escepticismo y animosidad en los cuarteles.
Y una reforma de fondo de las Fuerzas Armadas está pendiente desde que se firmó la paz en 2016.
Paradójicamente, uno de los retos de Petro en seguridad es darles confianza a los militares: hacerles entender que están en el mismo bando.
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