Nueve disparos de fusil en su cuerpo después, Camilo Andrés Jaramillo seguía vivo.
La noche del 23 de junio de 1990, el mismo día en que Colombia fue eliminada del Mundial de Italia, varios hombres armados ingresaron al bar Oporto, en una exclusiva zona de la ciudad de Medellín. Camilo estaba allí con sus amigos: tiene recuerdos de la música y las bromas.
►El padre que acogió como a un hijo al asesino de su hija
Lo siguiente que recuerda es que estaba rodeado de cadáveres y que él seguía vivo.
En total, debido a las acciones de esa noche, 23 personas murieron. Solo tres sobrevivieron.
29 años después, Camilo le contó BBC Mundo sobre aquella noche en que se convirtió en el sobreviviente de una masacre.
***********
Medellín, la capital del departamento de Antioquia y a unos 450 kilómetros al oeste de Bogotá, siempre ha sido en realidad dos ciudades.
Y en 1990, cuando era considerada el lugar más peligroso del mundo (solo en los primeros dos meses de ese año habían sido asesinadas 1.200 personas), yo vivía en la parte donde pensábamos que no existía esa violencia de la que hablaban los noticieros y los periódicos.
Yo vivía con mis padres, había pasado mi infancia y gran parte de mi adolescencia en el barrio Belén. Después crucé el río y me fui a vivir en El Poblado, el sector más exclusivo de la ciudad.
Nosotros sí escuchábamos cosas sobre Pablo Escobar, pero nunca lo conocí. Nunca pude verlo de frente. En Medellín, al principio, se hablaba de que era un tipo con plata. Pero nada más.
Hasta que mataron a (Rodrigo) Lara Bonilla (el ministro de Justicia asesinado en 1984). Ahí cambió todo. Para todos. Nos dimos cuenta de su poder.
Sin embargo, pasaron seis años para que la violencia viniera a tocar la puerta de este lado de la ciudad y se llevara a gran parte de mis amigos.
Eliminados
El sábado 23 de junio de 1990, la selección Colombia jugaba por primera vez en su historia un partido de la segunda ronda de un Mundial de Fútbol.
El partido era contra Camerún y, aunque nunca he sido muy futbolero, ese día acepté la invitación de un tío para ir a ver el juego.
Todo indicaba que ese sábado nos íbamos de celebración, pero al mediodía ya estábamos eliminados por un error de Higuita, que le regaló el balón a Roger Milla en la mitad de la cancha.
Así que había que cambiar de planes. Después de graduarme del colegio, yo había comenzado a estudiar Administración de Empresas en la universidad casi que por inercia, no porque realmente me gustara.
Pero sí me gustaba que había creado un grupo de amigos con quienes salía regularmente a discotecas y bares. Fue con ese grupo que quedé de salir esa tarde.
¿A dónde? En el camino lo íbamos a decidir.
Lucas Ochoa, uno del grupo, propuso de forma inesperada que nos fuéramos a una casa en las afueras de la ciudad.
Todos dijimos sí.
Sin embargo, alguien -no se si fui yo u otro- sugirió pasar antes por Oporto, un lugar que visitábamos con frecuencia los viernes después de salir de clase. Un rato nomás, unos tragos y ya.
Oporto quedaba en una especie de finca cafetera que un empresario había convertido en una taberna y se había vuelto popular.
Siempre íbamos los viernes. Nunca habíamos ido un sábado.
Yo, que en ese entonces tenía 21 años, pedí prestado el carro de mis padres y recogí a una amiga. Lucas dijo que fuéramos a la casa por su hermano, Pablo.
El tipo estaba en pijama, listo para irse a dormir y no tenía muchas ganas de salir, pero le insistimos.
Le insistimos tanto, que literalmente lo sacamos de la cama para que nos acompañara esa noche.
Con todo el grupo completo, y cuando la tarde ya había caído sobre Medellín, nos dirigimos hacia Oporto.
Por una puerta
Para llegar a Oporto había que subir por una loma que quedaba detrás del colegio Benedictinos. Después de pasar dos curvas estaba la reja metálica y, sobre ella, el aviso de neón color púrpura con el nombre del bar.
En ese grupo, además de Lucas, su hermano y yo, estaban Nancy Jiménez, la pelada que me había acompañado, Álex Yanovich Rode y Juan Pablo Salazar, a todos ellos los había conocido en la universidad.
Cuando llegamos nos acomodamos en una de las mesas que estaban afuera. Pedimos algo para tomar y nos pusimos a conversar.
¿De qué hablamos? No lo recuerdo. Solo me acuerdo de un par de cosas: que me había llamado la atención la poca gente que había en el bar y que la música no estaba tan buena como otros días.
Al rato me paré para pedirle al que estaba en la barra que cambiara la música y entonces fue cuando comenzamos a escuchar unos disparos.
Sonaron muy cerca. Pero en Medellín, tal vez por esa fascinación por los estallidos, solemos confundir las balas con la pólvora de las celebraciones.
Pero esta vez eran disparos de verdad. El hijo del dueño del bar, Juan Diego Castaño, con visible urgencia se acercó a nuestra mesa y nos dijo que saliéramos por la parte trasera de la casa porque un grupo de hombres armados acababa de llegar.
El grupo resultó ser una cuadrilla de unas 14 personas, con sus metralletas y pistolas y con los rostros cubiertos, que irrumpieron en el parqueadero de Oporto en sendas camionetas 4x4.
Cuando nos metimos por la puerta que nos indicó Juan Diego, ya era muy tarde. Ellos habían rodeado el lugar y bloqueado todas las salidas.
Yo no me di cuenta en ese momento, pero lo primero que hicieron fue separar a los hombres de las mujeres. A ellas las dejaron en la parte principal de la taberna y a nosotros nos fueron llevando hacia el estacionamiento.
Éramos unos 26 hombres en fila hacia la muerte. No recuerdo que nos explicaran lo que iban a hacer. Algunas mujeres me contaron después que los hombres habían dicho que iban a hacer una requisa.
Cuando llegamos al parqueadero y vi a toda esa gente en el piso, porque los iban acostando uno a uno, se me quitó el susto. No puedo decir que me tranquilicé, pero sí tuve una sensación muy rara, como de “hasta aquí llegué”.
Pero a la vez también pensé: “Yo no me voy a morir aquí”.
Creo que los demás también cayeron en cuenta de lo que nos esperaba, porque comenzaron a suplicar que no los mataran. Que no le debían nada a nadie. Yo también pedí lo mismo, que no me mataran.
Pero nos obligaron a tirarnos al suelo, quedamos medio apeñuscados unos contra otros. No pensé ni en mi casa ni en mi familia, solo en que no me quería morir en ese momento.
Lo último que vi antes de apoyar mi cara contra el piso rocoso del estacionamiento fue a mi amigo Lucas, que estaba a mi lado. Su rostro y su camisa roja.
La última vez que lo vería vivo.
Cámara lenta
Nos tuvieron así un rato. Yo estaba como en blanco y no escuchaba nada de lo que estaba pasando alrededor. Hasta que alguien dijo por allá: “Maten a todos estos hijueputas”.
Y comenzaron a disparar. De repente el mundo comenzó a pasar en cámara lenta.
Tras la primera ráfaga seguía vivo.
“¡Ta-ta-ta-ta!”
Entre cada intervalo ensordecedor de disparos yo pensaba “este tiro no me mató, el que sigue sí”.
El estrépito de una ráfaga de metralleta.
Es una sensación muy difícil de describir. Yo no sabía si le estaban dando tiros a cada uno o las balas eran para todos. Yo lo único que sabía es que estaban repartiendo disparos y yo todavía respiraba.
No sentía dolor o el “quemonazo” de las balas.
Ya en la última ráfaga sí sentí que algo me sacudía.
De repente los disparos se detuvieron. Entonces comenzaron con el procedimiento de rematarnos.
A cada uno de los que estaban ahí le metían un disparo a quemarropa. Yo estaba bocabajo, con la cara para un lado. Dejé los ojos abiertos, porque si veían que los cerraba por ahí se daban cuenta que estaba vivo.
Me les hice el muerto.
Entonces uno de los hombres me pateó, después me volteó. Yo podía mirarlo a la cara, aunque la tenía cubierta. Después el tipo me golpeó con la pistola y dijo: “No, este gordo ya viajó”.
Y me disparó en el pecho. Yo vi el balazo, pero no lo sentí. Volví a quedar bocabajo.
A los pocos segundos, se fueron. Se había consumado la masacre en este lado de la ciudad y solo tres hombres habíamos sobrevivido.
Contando las heridas
Me quedé inmóvil hasta que no sentí ningún ruido. Estaba rodeado de cadáveres, algunos de ellos de amigos muy cercanos.
Pero solo sentía el pitido en los oídos que había causado el estruendo de los disparos.
Cuando creí que ya no había nadie, intenté moverme un poco y ahí fue cuando las mujeres bajaron de la taberna.
Intenté incorporarme. Me puse de pie y me vi herido, sangrando...
Yo solo había visto el tiro que me impactó en el pecho. Después me di cuenta de que otro de los disparos me había destrozado el antebrazo.
En el primer hospital al que me llevaron, horas después, los médicos me encontraron otros seis orificios de bala.
Y donde finalmente me intervinieron, otro orificio más.
En total, esa noche recibí nueve disparos.
En el hospital me visitaron mis padres y pregunté por mis amigos. Nadie me quiso decir que estaban muertos.
A los pocos días me dieron de alta. Cuándo les pregunté a los médicos si había una explicación a por qué yo había sobrevivido, lo único que me respondieron fue que “no era mi día”.
Solo uno se atrevió a darme una explicación “racional”: a las balas, en su trayecto, se les habían escapado los órganos vitales del cuerpo.
Una bala rozó mi columna vertebral. Otro pasó al lado del hígado. La bala del pecho pasó por encima de los pulmones.
Efectivamente, no era el día.
Al mes siguiente, Juan Pablo, quien había salido vivo pero herido gravemente, murió en el hospital.
Yo fui hasta el cementerio para estar en el entierro, pero no fui capaz de bajarme del carro. Sentía de alguna forma que todos los ojos de las personas que estaban en ese lugar iban a estar sobre mí.
Durante años me persiguió esa sensación, “¿por qué yo y no ellos?”.
Cuando me encontraba con los familiares de mis amigos, los que habían muerto en Oporto, sentía su alegría por mi suerte, pero inevitablemente en algún momento, ya fuera el papá o la mamá, me diría un “pero él... él ya no está con nosotros”.
Por eso decidí dejar de verlos.
Lo que más me duele de este proceso es que no habido justicia. Durante mucho tiempo, todos le echaron la culpa a Pablo Escobar y sus secuaces.
Para mí fueron otras fuerzas dentro de la policía o el ejército.
¿Mis razones? Utilizaban Uzis y pistolas Pietro Beretta, que eran las de dotación de la policía. En ese tiempo había una guerra muy brava entre Escobar y las fuerzas policiales.
Pero sobre todo, los sicarios de la mafia no se cubrían el rostro, ellos no tenían problemas en decir que se habían bajado 15 o 20 personas.
(El Estado colombiano fue condenado por una masacre en Villa Tina, en la que un comando policial asesinó a nueve personas (ocho de ellas niños) en el barrio popular del mismo nombre en 1992. Por el caso de Oporto no ha habido resolución ni condenas).
Pero no pasó nada. Nadie fue condenado. Solo me llamaron una vez para un interrogatorio. Nada más.
Y eso no me parece bien.
Cambio de vida
Casi al mes de la masacre, ya las heridas habían dejado de doler. Solo seguía con la molestia en el brazo, pero evidentemente algo había cambiado dentro de mi.
Una de las primeras cosas que decidí es que no iba a pensar las cosas a largo plazo. Dije, “Voy a hacer las cosas que me gustan, hoy. Voy a vivir al día”.
También me di cuenta que los muertos no solo eran de los barrios populares de Medellín. Los muertos estaban en todas partes.
Me puse a estudiar diseño gráfico en otra universidad. Y estando allí, durante un semestre, conocí lo que se convirtió en mi trabajo.
Resulta que una de los encargos académicos consistía en transformar el uso original de un objeto. Yo escogí el ataúd. A mi siempre me había llamado la atención los ataúdes, su diseño, la función que tenían. Me parecían bonitos.
El ataúd era una caja que podía tener múltiples usos. Y a raíz de eso conocí a varios dueños de las funerarias de la ciudad. De ir todos los días para el trabajo en la universidad, me terminaron contratando.
Durante años me encargué de arreglar los cuerpos que llegan a las funerarias para presentarlos en los velorios. Durante años, mi trabajo tuvo que ver con cadáveres.
Y muchas veces, en esos cuerpos, me encontré el rostro de los amigos que murieron en Oporto. Pero no me afectó. Al contrario, lo vi cómo una forma de exorcizar demonios.
Ahora estoy casado y tengo un hijo. La paternidad te añade un estado de alerta. Ahora me pregunto cómo nuestros padres nos dejaban salir a la calle en esos años de violencia tan brava.
Pero entonces siempre invoco al ángel de la guarda para que nos proteja. Y por eso me lo tatué en los brazos la frase en latín con que lo invoco:
“Angelus sanctus, a Deo omnipotente ad custodiam mei deputatus. (Ángel santo a quien Dios omnipotente le dio el mandato de cuidar de mí)”.
Para que ojalá nunca más ocurra lo de Oporto.