Están en cada conversación y parecen estar en cada esquina. La gente las comenta, pregunta por ellas. Nadie sabe bien qué hay detrás. Pero en Cúcuta, la ciudad colombiana más grande en la frontera con Venezuela, hay un boom de estaciones de gasolina.
Parecen casi todas nuevas, o están remodeladas. Muy pocas tienen tienda, o servicios distintos al tanqueo. Algunas recibieron quejas porque se montaron en zonas residenciales, o cerca de hospitales. La mayoría tienen la marca Terpel, una de las empresas más grandes del país, debido a una ley que les obliga a cobijarse con mayoristas, pero, en realidad, son emprendimientos de pequeños y medianos empresarios.
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En la autopista que rodea la ciudad capital de Norte de Santander, conocida como el anillo vial occidental, hay un tramo de 1 kilómetro con siete estaciones, una casi pegada a la otra. Algunas están terminadas, otras en construcción, pero todas están por estrenarse.
“Estamos viviendo un boom”, dice Alberto Andrés Moros, dueño de una estación. “Pero para entender ese fenómeno hay que ver el contexto de una región donde hasta 2015 había mucha gente, muchos taxistas, que nunca en su vida, literal, habían tanqueado su carro de manera legal”.
En 2014 había unas 125 estaciones en Norte de Santander, según datos de asociaciones gremiales. Hoy hay 250.
“Yo todavía no entiendo cómo tantos pudieron hacer tantas estaciones en tan poquito tiempo”, dice Moros, que heredó la estación de su abuelo.
Muchos cucuteños lo acompañan en la perplejidad.
Pero detrás de este auge de gasolineras está el histórico vínculo de Cúcuta con Venezuela, un país que tanto en sus crisis como en sus apogeos ha determinado la vida cotidiana de la ciudad.
Y está también, según estudios oficiales, una parte de la cadena productiva de la cocaína, que tiene no muy lejos de Cúcuta —150 kilómetros— a una de les regiones de mayor producción de hoja de coca en el mundo: el Catatumbo.
BBC Mundo recibió un comunicado de una de las principales mayoristas del sector —que pidió no revelar su nombre por miedo a represalias— en el que aseguraron tener “procesos de prevención, detección e investigación de conductas sospechosas de delitos de lavado de activos y financiación del terrorismo”.
250 gasolineras en un departamento de Colombia no es mucho. En Antioquia y Bogotá, los dos centros económicos, hay tres veces más estaciones.
Y en Nariño, departamento fronterizo con Ecuador, hay más de 700. En proporción, es este último departamento del sur de Colombia, también un centro de producción de cocaína, donde más estaciones hay por cada 100.000 habitantes: 41,1.
En Norte de Santander, por su parte, hay 16,6 gasolineras por cada 100.000 personas. Una cifra alta, pero no muy lejos del promedio, que en todo caso está convirtiendo a Cúcuta en una de las ciudades con más estaciones per cápita.
Pero lo que resulta peculiar de esta zona, más que el número en sí, es el auge en tan poco tiempo: las estaciones se duplicaron en cinco años.
“Y eso es porque ha habido una formalización del mercado, porque la gente invirtió, porque la gente tiene sentido de pertenencia y ama su tierra”, dice María Eugenia Martínez, directora de la Asociación de Estaciones de Servicio de Norte de Santander.
Según la gremialista, en 2014 el 80% de la oferta de gasolina en Cúcuta se abastecía del contrabando que venía de Venezuela, donde en ese entonces el combustible, producido por la estatal PDVSA, se vendía por sumas simbólicas; casi gratis.
El contrabando de gasolina desde Venezuela —país de las mayores reservas de petróleo del mundo y durante décadas uno de sus mayores productores— creó un mercado paralelo de combustible en la frontera colombiana.
Sus gestores eran los famosos pimpineros, vendedores informales que las traían en botellas de 5 galones (19 litros) qua acá se conocen como “pimpinas”.
Pero de 2015 en adelante Venezuela entró en crisis: su industria decayó, algunas de sus refinerías de petróleo grueso cerraron y el gobierno de Nicolás Maduro tuvo que desmantelar, parcialmente, el generoso subsidio a la gasolina.
Al tiempo, la disputa diplomática entre Bogotá y Caracas terminó cerrando la frontera. El contrabando siguió, pero con más obstáculos que encarecieron los precios.
“Los pimpineros se fueron quedando sin negocio, la gente que ya tenía estaciones empezó a poner nuevos puntos de venta y luego los empresarios, que vieron que las colas de hasta 100 vehículos en las estaciones eran de hasta una hora, decidieron invertir”, dice Moros.
Incluso los pimpineros se asociaron y pusieron una empresa de distribución de combustible.
El shock de la crisis venezolana fue tan grande que ha habido momentos esporádicos en que la gasolina local —un 5%, según centros de estudio— se contrabandea a la inversa: de Colombia a Venezuela.
Decenas de restaurantes y marcas y comercios venezolanos han montado una filial de su negocio en esta ciudad de 800.000 habitantes, famosa por tener más árboles que habitantes. Acá están los consumidores más satisfechos de Colombia, según estudios estatales, a pesar de tener la informalidad laboral más alta del país.
“Venezuela ahora se está reactivando, y eso tiene repercusión en Cúcuta: todo venezolano que quiere salir del país pasa por acá, consume acá, echa gasolina acá, y eso está convirtiendo a Cúcuta en la segunda capital de Venezuela, porque indirectamente los estamos abasteciendo en todo”, dice Moros.
Aunque no al nivel venezolano, el Estado colombiano también subsidia la gasolina. Un auxilio que el presidente, Gustavo Petro, quiere erradicar por el déficit que genera.
Y en las fronteras, desde 1995, la gasolina además está eximida de impuestos, precisamente para competir con el contrabando. Una medida que tuvo poco éxito, porque en Venezuela casi regalaban el combustible, pero que sí hace de una parte importante de la gasolina que se vende en zonas fronterizas colombianas una de las más baratas de América Latina.
“Eso sigue vigente, y hace que muchas empresas de regiones cercanas vengan acá para abastecerse de gasolina”, explica Moros. “La demanda sube y por eso muchos ven ahí un negocio”.
Pero hay quienes ven más allá de las leyes de la oferta y la demanda. En una región donde la ilegalidad ha sido siempre parte de la rutina es apenas normal que la gente desconfíe de tan acelerado auge de estaciones.
Por un lado, está la sospecha, muy arraigada en Colombia, de que un negocio que no parece competitivo sea “un lavadero”: un emprendimiento para blanquear rentas ilegales.
“Las estructuras criminales cuentan con recursos económicos y asesores para gestionar la estación ante las autoridades competentes, además de que la institucionalidad estatal no es fuerte ni hace seguimiento a las solicitudes”, dice Yessica Prieto, consultora de Crudo Transparente, un centro de estudios.
La experta asegura que “los narcos toman esa gasolina legal para desviar una parte a la fabricación de alcaloides y otra parte la dejan para la venta como fachada o para el contrabando”.
La mayorista de gasolina que habló con BBC Mundo dijo contar “con mecanismos de verificación en listas restrictivas de sus clientes/contrapartes (terroristas de la ONU, por ejemplo) y esta información es actualizada y verificada de manera constante para efectos de realizar los procedimientos de conocimiento del cliente”.
Un informe interno de 2018 del ministerio de Hacienda publicado por El Espectador dice que “en zonas donde hay presencia de cultivos ilícitos existe evidencia de un exceso de infraestructura de estaciones de servicio respecto al explicado por población, parque automotor y otras covariables. Ese subsidio termina beneficiando a los productores de cocaína”.
Y otro estudio del ministerio de Minas y Energía —también divulgado por El Espectador— concluyó que en Colombia se usan 22 galones de gasolina legal por cada kilo de pasta de coca que se produce.
El diario bogotano concluyó: “Así, cerca del 1% de la gasolina del país estaría siendo utilizada para actividades ilegales”.
Moros, el dueño de una estación en Cúcuta, dice que para él es muy difícil saber qué hacen los clientes con el producto: “Existe un requisito legal que uno les pide a quienes compran mucho galonaje, pero así lo presenten, nosotros no somos la policía como para hacerle seguimiento al combustible”.
Y Santiago Soto, un abogado cucuteño y consultor en temas energéticos, añade: “No hay que ponerle tanta suspicacia al tema del combustible, el factor determinante en el boom de las estaciones es que cambió la dinámica, que ya no hay combustible venezolano”.
“Que haya malas prácticas no significa que la mayoría del combustible que se vende sea ilegal”, acota.
Pero es difícil evitar la suspicacia de los cucuteños. Las estaciones vacías, en medio de una autopista inhóspita, parecen un negocio redondo para los delincuentes.
Detrás de la sospecha están décadas de vida fronteriza, informal, truculenta. Una vida que ahora entró en una nueva era. Una era sin pimpineros.
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