Estados Unidos se gastó US$1.500 millones desde el 2001 en su lucha contra el opio en Afganistán.
Pero aún así, ese negocio sigue floreciendo.
En noviembre del 2017 se registraron varios bombardeos -con los últimos adelantos tecnológicos- sobre laboratorios de producción de heroína que estaban en control de los talibanes en la provincia de Helmand, en el centro del país.
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El video de los ataques, que formaban parte del operativo llamado Tempestad de Acero, fue presentado como una prueba de la efectiva lucha que adelantaba Estados Unidos por erradicar el negocio de la heroína en Afganistán. Incluso cuando en ellos murieron ocho civiles.
Sin embargo, de acuerdo a una publicación de la School of Economics de Londres conocida recientemente, la operación Tempestad de Acero -que incluyó cerca de 200 bombardeos- no fue lo que parecía.
El estudio encontró que, más allá del elevado gasto y la información de inteligencia militar, la campaña había tenido poco o nada de efecto sobre la red de tráfico de drogas en Afganistán.
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Entonces, ¿qué era lo que habían estado atacando las fuerzas de Estados Unidos?
Esa fue la pregunta que se hizo David Mansfield, uno de los investigadores del proyecto, cuando vio los videos de los operativos.
“Fue algo extraño. Estaba sentado en Reino Unido, a más de 4.000 kilómetros de Afganistán, mirando imágenes de ese impresionante ataque. La tecnología que utilizaron fue impresionante”, señaló Mansfield.
“Las bombas impactaban los blancos con una precisión milimétrica, pero a la vez pensaba '¿a qué le están disparando?'”, agregó.
Mansfield ha estudiado el comercio de opio en Afganistán por más de 20 años y anota que la producción de heroína siempre deja unos rastros muy reveladores que no se observan en ninguno de los videos presentados.
El ejército estadounidense insistió en que se trataba de una operación exitosa.
Pero a Mansfield le tomó varios meses -con la ayuda de una tecnología similar a la utilizada por Estados Unidos en los bombardeos- para poder entender lo que estaba ocurriendo.
Su conclusión fue sorpresiva. Mansfield afirma que, a pesar de todos los sofisticados recursos militares utilizados en los operativos, la Fuerza Aérea de Estados Unidos lo único que hizo fue destruir únicamente chozas de barro.
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El florecimiento de la industria de la heroína
El opio está muy involucrado en el entramado que compone el conflicto en Afganistán, la guerra más larga en la historia de Estados Unidos.
Las ganancias que genera la producción de la heroína -un derivado del opio- son utilizadas para financiar al Talibán y a otros grupos llamados islamistas como Estado Islámico y Al Qaeda.
Y también sirven para corromper a la sociedad civil en Afganistán.
Quedó claro qué tan institucionalizado estaba el cultivo de amapolas cuando, en el 2016, viajé a conocer una granja de producción de opio que estaba ubicada en una zona que se suponía bajo el control del gobierno.
En dicha granja, los cultivadores no intentaban ocultar lo que se hacía allí, que era básicamente la siembra y la recolección de la amapola de la que se obtiene la savia para la producción de opio y heroína.
El procedimiento era simple: la noche anterior se cortaba el bulbo de la flor y a la mañana siguiente los trabajadores pasaban recolectando la savia que había chorreado de las flores durante la madrugada.
Un agricultor con el que hablé, Taza Meer, se sentía a gusto con la protección de un hombre enorme que llevaba un rifle AK-47 colgado de su hombro.
“No se preocupe por él. Es de la policía local”, dijo Meer.
Pero lo cierto es que cultivar opio en Afganistán es un crimen serio que se castiga con la pena de muerte. Y ahí estaba un periodista de la BBC de visita en un campo de amapolas protegido por un policía local.
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Rércord de producción
Para el 2017, la evidencia de la falencias de Estados Unidos y sus aliados para contener la producción de opio se hizo imposible de ignorar.
Cuatro días antes de que comenzara la operación Tempestad de Acero de 2017, la oficina de Drogas y el Crimen de Naciones Unidas anunció que el cultivo de amapolas en Afganistán había crecido en 120.000 hectáreas solo en un año.
Cuando Estados Unidos y Reino Unido invadieron Afganistán, en octubre del 2011, las amapolas crecían en no más de 74.000 hectáreas.
Las nuevas cifras muestran que la producción se ha incrementado hasta cuatro veces en estos 15 años: ahora hay unas 328.000 hectáreas dedicadas a este cultivo en todo el país.
Y se han presentado cambios. En el pasado la savia de opio se disecaba y empacaba para ser enviada fuera del país, donde era refinada y convertida en heroína.
Ahora, tanto las autoridades afganas como otras entidades señalan que tal vez la mitad -o más- del opio que se produce en el país se está transformando allí en morfina o heroína.
Este nuevo procedimiento facilita el contrabando de los productos e incrementa las ganancias para los traficantes de droga y los talibanes, quienes cobran un 20% de “impuesto” a estas ganancias.
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Efecto en las calles de Estados Unidos
Este crecimiento en la producción de heroína coincide con una encarnizada lucha de Estados Unidos por controlar su propia crisis con los opioides.
En octubre del 2017, la Casa Blanca declaró una emergencia nacional de salud pública por este tema.
Más de dos millones de estadounidenses han sido catalogados como adictos a los opioides y las sobredosis por el consumo de estas drogas se han convertido en la principal causa de muerte en el país, por encima de los accidentes de tránsito y las muertes violentas por armas de fuego.
La epidemia en Estados Unidos comenzó con la adicción a medicinas recetadas para calmar el dolor, pero como se han endurecido las normas para conseguir estos medicamentos, los adictos se han pasado a la heroína, además de a otra droga sintética conocida como fentanilo.
Y el mayor productor de opio en el planeta es Afganistán. Se estima que el 90% de la heroína del mundo proviene del opio que se cultiva en el país asiático.
Eso significa que surte al 95% del mercado europeo y a 90% del canadiense. Pero, sorpresivamente, la heroína afgana apenas representa una fracción del mercado de Estados Unidos.
De acuerdo a la DEA (Agencia Antidrogas), la heroína estadounidense proviene de México y otros países de Sudamérica.
Pero, como ocurre en todo mercado, si hay más oferta que demanda, el precio bajará y lo que temen los funcionarios del gobierno de Estados Unidos es que los precios bajos hagan más accesible la heroína a los estadounidenses.
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Acción Militar
La lógica de la operación Tempestad de Acero fue simple.
“Estamos golpeando a los talibanes donde les duele, en sus finanzas”, explicó el comandante de la operación, el general John Nicholson, durante una conferencia de prensa después del primer bombardeo.
Y tenía cierta razón: cerca del 60% del dinero de los talibanes viene del negocio de la droga, así que atacar las redes del tráfico de heroína en Afganistán debería reducir el dinero de los insurgentes, además del suministro de esta droga a nivel global.
Esos ataques del 2017 estaban inspirados en unos similares que las fuerzas de Estados Unidos habían efectuado contra blancos fundamentales para el autoproclamado grupo islamista Estado Islámico en Siria, tales como refinerías de petróleo, tanques y maquinaria pesada.
Esa campaña había sido celebrada como exitosa, debido a que había reducido drásticamente los recursos financieros de Estado Islámico, lo que a su vez había hecho difícil pagarle a sus insurgentes.
Pero, como ha sido un factor común en el conflicto en Afganistán, esta campaña tampoco salió tan bien como esperaban y como habían planeado los militares.
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La producción de heroína
La producción de heroína en Afganistán no es un proceso industrializado, sostuvo Mansfield.
Los talleres donde los afganos refinan el opio no pueden ser realmente llamados “laboratorios”, explicó.
“Es un proceso más parecido a hornear un pan que a 'cocinar' la droga como se mostraba en la serie de televisión Breaking Bad”, comparó el investigador.
En estos talleres rústicos no hay delantales blancos, mecheros o cuartos esterilizados. La heroína es producida en conjuntos de viviendas simples que parecen chozas de barro.
Y como involucra la producción de gases tóxicos, estos complejos suelen estar ubicadas en zonas rurales o en espacios abiertos.
Por eso es tan difícil esconder los lugares donde se produce la heroína, porque siempre dejan un patrón distintivo de hogueras, o de filas de hogueras, sobre el terreno.
Un sitio activo de producción de heroína también tendría almacenados barriles de aceite, un molino para extraer la morfina, pipas de gas y los contenedores que guardan los químicos para el procesamiento del opio.
El ejército de Estados Unidos publicó 23 videos en los que mostraban la destrucción de supuestos laboratorios de heroína.
Y de acuerdo a Mansfield, ninguno de los lugares mostraba evidencia suficiente como para ser considerados centros de producción.
“No se ve ni una sola señal distintiva de la actividad”, dijo.
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Un ojo en el cielo
Pero Mansfield sabía que, si quería tener un caso convincente, necesitaba recoger más evidencias para probarlo.
Y conocía un par de entidades que lo podían ayudar.
Su primer contacto fue con Alcis, un emprendimiento tecnológico en Reino Unido que se especializa en análisis geoespaciales para averiguar lo que ocurre en lugares de difícil acceso.
Gracias a Alcis, Mansfield pudo identificar los lugares que Estados Unidos había bombardeado.
Con ese dato podía averiguar lo que había ocurrido en dicho lugar antes del bombardeo. Aunque no fue fácil, Mansfield logró identificar 31 edificios y lo que se hacía en ellos antes de su destrucción.
En ese análisis,llegó a la conclusión de que solo en uno de esos 31 se producían drogas en el momento en que fueron impactados. Los barriles que había en el lugar le dieron la razón.
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Investigadores en el terreno
Ahora que Mansfield sabía las ubicaciones donde habían ocurrido los ataques podía investigar aún más.
Logró reunir un equipo de investigadores afganos que entrevistó a las personas afectadas por los bombardeos. Hablaron con dueños de laboratorios, operadores y trabajadores y con otros 450 granjeros en la provincia de Helmand.
Las entrevistas evidenciaron que los informes de inteligencia de Estados Unidos eran buenos. Muchos de los lugares que los investigadores examinaron habían sido laboratorios de heroína en el pasado, pero la mayoría, la gran mayoría, estaban inactivos en el momento de los bombardeos.
Las personas entrevistadas señalaron que los laboratorios operaban de manera intermitente, tal vez la mitad del tiempo, y que virtualmente todos los materiales usados en la producción de heroína habían sido trasladados antes de que ocurrieran los ataques.
Eran una suerte de laboratorios dormidos a la espera de ser usados.
Además, ellos mismos indicaron que un laboratorio podía ser instalado en pocos días, lo que significaba que si se cerraba uno, otro nuevo se levantaba de inmediato en otro lugar.
Sin cantidades significativas de heroína o de químicos o de equipamiento para producir la droga, estos laboratorios dormidos eran un blanco inútil.
“¿Qué puede perder una organización cuando le destruyen una choza de barro o un complejo de edificios hechos de barro?”, preguntó Mansfield.
Entonces, ¿por qué atacarlas?
“Esa es una pregunta difícil. Creo que los comandantes en Afganistán fueron presionados por Washington para tomar una medida y fueron lo bastante precavidos para evitar la muerte de muchos civiles”, respondió Mansfield.
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Cambio de comandante
Pero Mansfield no es el único que ha cuestionado el valor estratégico de la operación. A principios de la puesta en marcha de la campaña, algunos funcionarios de Estados Unidos estaban incómodos con la forma en que se estaba desarrollando el operativo.
La secretaria de la Fuerza Aérea, Heather Wilson, estaba preocupada por los altos costos.
“No deberíamos utilizar un F-22 -jet de combate- para destruir un laboratorio de droga”, dijo durante una conferencia de prensa, en el 2018.
El F-22 es uno de los aviones de combate más avanzados en el mundo. Cada uno de ellos tiene un costo de US$140 millones y cerca de US$35.000 por usarlo por una hora.
El comandante de la Fuerza Aérea de Estados Unidos en el comando central de Doha, general Jeffrey Harrigian, aceptó que la estrategia de atacar los puntos de suministros financieros en Afganistán no estaba “funcionando tan bien como en Siria”.
Entonces, en setiembre del 2018, el general Nicholson fue reemplazado en su cargo de comandante de las fuerzas de la OTAN y Estados Unidos en Afganistán por el general Austin “Scott” Millar.
Eso significó el final de la operación Tormenta de Acero.
El general Millar se ha centrado en una estrategia más agresiva en contra de los blancos talibanes y, de acuerdo al comando estadounidense, la estrategia “está diseñada para sentar a los talibanes en una mesa de negociación, con la idea de que no pueden ganar”.
“¿Por qué bombardear laboratorios de heroína cuando podemos matar militantes talibanes? Es mucho más afectivo”, le dijo un funcionario de Estados Unidos a la BBC.
En ese sentido, el último movimiento es un posible acuerdo de paz entre el Talibán y el gobierno afgano.
Cuando le pedimos al comando de Estados Unidos en Kabul una respuesta sobre los hallazgos de Mansfield, la respuesta fue algo breve.
“Todos nuestros esfuerzos están concentrados en garantizar las condiciones para un acuerdo político y la seguridad de nuestros intereses nacionales. La mayoría de nuestros ataques son directamente contra el Talibán y Estado Islámico”.
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¿Qué efecto tuvo la operación Tormenta de Acero en la producción de heroína?
La respuesta es: muy poco.
Cuando terminó la campaña aérea, el ejército estadounidense informó que “la producción de drogas en Afganistán se mantuvo en niveles elevados”.
Y el último informe de la ONU muestra que el opio se cultivó en 263.000 hectáreas en 2018, un 20% menos que en el 2017.
Pero ese declive no fue por la acción militar.
La ONU dice que la producción de amapola disminuyó debido a una sequía en el norte del país y precios significativamente más bajos después de la cosecha récord del 2017.
El Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR, por sus siglas en inglés), John Sopko, no ahorra palabras para definir a Afganistán como un “narcoestado”.
Sopko anotó que espera que las conversaciones que actualmente están teniendo lugar entre funcionarios estadounidenses y talibanes conduzcan a algún tipo de acuerdo de paz.
Pero, a la vez, cree que el crecimiento de esta enorme economía del opio ha hecho que Afganistán sea cada vez más inestable.
Según Sopko, el opio ahora representa alrededor de un tercio del PBI de Afganistán. Es, con mucho, el mayor cultivo comercial del país y proporciona casi 600.000 empleos de tiempo completo.
Esto, a pesar de que el ejército de Estados Unidos ha gastado US$1,5 millones por día en la lucha antinarcóticos desde la invasión en octubre de 2001. O casi US$9.000 millones en total.
Eso está por encima de los más de US$1 billón que se ha gastado en esta guerra.
“Para decirlo sin rodeos”, señaló, “estos números indican que (Estados Unidos) ha fracasado”.