César tiene apenas cuatro días de nacido, pero su vida ya es una odisea.
Su madre, Aidé, cruzó la peligrosa frontera entre México y el estado de Texas con casi ocho meses de embarazo y dio a luz poco después de poner un pie en Estados Unidos.
En total, esta joven de 18 años viajó más de una semana desde su casa en El Salvador hasta la frontera, se subió a tantos buses que ni se acuerda y atravesó en una balsa el Río Grande, que separa a los dos países.
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Su objetivo era escapar de la violencia en su país y reencontrarse con su madre y sus hermanas, que viven en Nueva York.
“Fue bastante arriesgado porque ya me faltaban pocos meses y aun así decidí venirme”, le explica a BBC Mundo, que se abstuvo -por petición de ella- de preguntarle temas personales.
Aidé tiene una voz tímida, sólo esporádicamente deja escapar una sonrisa y rehúye la mirada. Lo hace, quizás, porque entiende que sus ojos negros, intensos pero cansinos, reflejan su drama sin que deba añadir muchas palabras.
Testimonios silenciosos de un éxodo
El drama de Aidé es el de miles de madres centroamericanas que han viajado sin papeles con sus hijos -ya sea en el vientre o con ellos en brazos- en busca de un futuro distinto en Estados Unidos.
Aunque la atención reciente se ha enfocado en el incremento de menores solos, el número de detenciones de niños acompañados por uno de sus padres ha crecido incluso más. El gobierno estadounidense estima que en su frontera suroccidental las detenciones de familias crecieron 493% entre lo que va corrido del año fiscal 2014 y el mismo periodo en 2013. (ver recuadro).
El epicentro de ese problema es el Valle del Río Grande, en el sur de Texas, donde a la vera del río es común ver esparcidos restos de ropa, comida para bebe o zapatos.
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Son los testimonios silenciosos de un éxodo atestado de peligros: desde el calor sofocante hasta las culebras, pasando por los traficantes y ladrones que también merodean la zona.
Eso sin contar que es un viaje sin éxito garantizado: así superen los riesgos inherentes a la frontera, en Estados Unidos los espera el riesgo de ser deportados.
Muchos centroamericanos están tratando de zafarse de la violencia y la pobreza en la región. Otros han sido animados por los rumores que aseguran que pueden quedarse si logran entrar a Estados Unidos. También están las redes de tráfico de personas, por las que han sido arrestadas 192 personas en el Valle del Río Grande en el último mes.
Es un tema que ha generado revuelo político internacional, hasta el punto que este viernes se reúnen en la Casa Blanca los mandatarios de Honduras, El Salvador y Guatemala.
El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, dijo que se trata de una “situación humanitaria urgente” y se ha esforzado en disuadir, a través de campañas mediáticas, a jóvenes como Aidé que quieren cruzar la frontera.
“LA ALEGRÍA MÁS GRANDE”Aidé está sentada en un albergue temporal creado por la Iglesia del Sagrado Corazón en la ciudad de McAllen, Texas.
En sus manos, presente a pesar de su silencio, duerme plácidamente César. Detrás, un grupo de voluntarios organiza donaciones de ropa y comida y se prepara para recibir a un nuevo grupo de migrantes.
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Desde principios de junio, al centro han llegado unas 3.500 personas, especialmente madres con sus hijos que son procesadas y luego liberadas por las autoridades con la orden de presentarse ante un juez que definirá su estatus migratorio.
Los migrantes entran sucios, cansados, hambrientos. Algunas madres lloran, se les nota el miedo. En el albergue tienen un respiro: pueden bañarse, cambiarse de ropa o recibir asesoría legal mientras esperan el bus que los llevará hasta donde viven sus parientes, que pagaron el tiquete de bus desde Texas.
Aidé fue dejada en este centro luego de pasar seis días con los agentes migratorios estadounidenses. En ese periodo se sintió estresada y dice que se le aceleró el parto. Tuvo que ser llevada al hospital en la cercana ciudad de Mission.
A pesar del cansancio que siente, hoy asegura que su pequeño César es “la alegría más grande que puede haber” y espera que él sea “una persona de bien” en Estados Unidos.
Ahora sólo le falta el último trayecto: un viaje en bus de 51 horas hasta Nueva York, donde la esperan su familia y la citación del juez para mediados de agosto. Ahí se definirá su futuro.
Aidé, por el momento, sólo piensa en el reencuentro y ya sabe qué les va decir a los suyos apenas los vea: “Que me siento feliz de estar ya acá, con ellos”.
También siente que cumplió su sueño de llegar a Estados Unidos, aunque admite -mientras cierra esos ojos negros por un instante- que no haría el viaje de nuevo.
“No. Ya no. No. Porque no es fácil”.