En la mañana del sábado 8 de junio, las fuerzas israelíes bombardearon intensamente la zona central de la Franja de Gaza, incluido el campo de refugiados de Nuseirat. Según las autoridades sanitarias locales, estos ataques acabaron con la vida de al menos a 270 palestinos y dejaron unos 700 heridos. Los equipos de Médicos Sin Fronteras (MSF), junto con el personal médico de los hospitales Al Aqsa y Nasser, atendieron a cientos de pacientes gravemente heridos, muchos de ellos mujeres y niños.
El doctor Hazem Maloh es un médico palestino que trabaja con MSF desde 2013 y vive en el campo de refugiados de Nuseirat. En este texto recuerda cómo fue aquel día horrible y traumático en el que perdió a muchos de sus amigos y vecinos.
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“El día de los ataques viví tres horas de auténtico terror y miedo. Durante una hora interminable no supe dónde estaba mi hijo mayor. Fue al mercado y, en pocos minutos, se desató el caos. Los minutos parecían horas.
Se oían ruidos de misiles y explosiones por todas partes. No sabíamos qué estaba pasando. Todo el mundo gritaba y huía en todas direcciones. Podíamos oír las sirenas de las ambulancias. Parecía el fin del mundo.
Me di cuenta de que había dejado el teléfono en casa. Salí a la calle gritando: ‘¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está mi hijo?’ Mi familia intentó hacerme entrar en casa. Grité tanto que me quedé sin voz.
Una hora más tarde, mi hijo llegó a casa. La expresión de miedo y terror en su rostro... nunca la había visto en un ser humano. Apenas podía hablar. Dijo: “¡Papá, la gente ha volado en pedazos! Niños, mujeres... ¿por qué es así, papá?’.
Le abracé y lloré y lloré. Por primera vez, me sentí débil.
Después fui a la clínica Al Awda, en Deir al Balah, que está a pocos metros de mi casa. Vi decenas y decenas de personas tendidas en el suelo. Algunas estaban muertas, otras heridas. Llegó una ambulancia con tres muertos y cuatro heridos. Se me llenaron los ojos de lágrimas.
Uno de mis colegas me llamó. Su hermano había sido alcanzado por metralla en la espalda. Me dijo que vomitaba sangre. No paraba de preguntarme qué debía hacer ¿Qué podía hacer yo? No había ambulancia. Le dije que se atara un trozo de tela alrededor de la herida para presionarla, y que rezara por él para que siguiera vivo.
Decenas de personas murieron. No tuvimos tiempo de enterrarlas.
Muchos eran mis vecinos, amigos o parientes. Hombres, mujeres, niños. Terminaron con la vida de Raneem, hija de uno de mis amigos íntimos, y de su padre. Raneem se estaba preparando para estudiar medicina en Egipto. La última vez que la vi, me sonrió y me preguntó: ‘Tío, ¿me reclutará MSF cuando termine mis estudios?’.
Mahmoud también era un gran joven. Me ayudaba mucho en el huerto con la siembra y el cultivo. El día antes de que lo mataran, recogió leña delante de la casa y encendió un fuego para cocinar fideos para sus hijos. Me dijo: ‘Sabes, ahora preparo los fideos mejor que el Maqluba [un famoso plato palestino]’”. También mataron a Mahmoud el sábado.
Rami era un simple pescador. El día antes del ataque me dijo: ‘Prepárate, volveremos a nadar en el mar cuando acabe la guerra’. Rami también murió.
La lista es demasiado larga... y nunca volveré a ver a ninguno de ellos”.
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