Dos niños que apenas superan los 10 años se mantienen escondidos bajo una cama instalada dentro de un establo durante horas. Afuera, los gritos y llantos no cesan. De repente, el ruido se desvanece, salen a las calles y no encuentran a nadie. Bedzin, la ciudad incrustada en el sur de Polonia que por generaciones había sido el hogar de su familia, ahora era un pueblo fantasma. Los judíos, como él, habían sido llevados a los campos de concentración nazi.
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Hirsz Litmanowicz, uno de los protagonistas de la escena anterior, tenía 8 años en 1939, cuando vio por primera vez cómo los soldados alemanes entraban a su pueblo montados en enormes motocicletas, metralleta en mano. No les hizo falta disparar una bala para ocupar la ciudad. Casi de inmediato fue trasladado a un gueto junto a su hermana, su cuñado y el hijo recién nacido de la pareja; además de un tío viudo, dos primas, su hermana y otro hermano mayor que él por tres años. Les tocó instalarse en un establo, sin ventanas ni piso, y del tamaño de la sala de un pequeño departamento.
En la noche que narramos al inicio, su hermana vio cómo le arrancaban a su hijo de los brazos y lo dejaban morir a la intemperie. El golpe fue tan duro que la llevó al suicidio. Tras tres años de ocupación, Hirsz fue llevado en 1942 al campo de concentración de Auschwitz. Hasta entonces no sabía que el infierno quedaba a solo 30 kilómetros de su casa. Ahí permaneció tres meses junto a un grupo de niños y jóvenes de entre 9 y 20 años seleccionados por el despiadado médico Josef Mengele, apodado ‘El Ángel de la Muerte’, para experimentar con ellos con el virus de la hepatitis B.
Luego, Hirsz fue trasladado a Sachsenhausen, el campo de concentración más cercano a Berlín, porque quedaba más cerca de la casa de Arnold Domenov, comandante de las Fuerzas Armadas nazis y científico a cargo de los experimentos. En 1945, la ofensiva soviética obligó a los nazis a abandonar el campo, no sin antes alinear a los prisioneros y emprender una de las llamadas ‘marchas de la muerte’, una caminata que duró 13 días y en la que casi la mitad falleció por inanición. Hirsz sobrevivió, fue trasladado a una casa de acogida en Francia y poco después llegó para establecerse en el Perú, tras escribirle a una tía que llevaba años viviendo acá.
En el campo de concentración de Auschwitz estuvieron recluidas 1’300.000 personas. De ellas, murieron 1'100.000, el 90% fueron judíos.
— ¿Qué fue lo primero que pensó al escuchar que era libre?
La libertad me ofreció no ver alemanes, que alguien me diera de comer y saber que no estaba en peligro de muerte. Esa era la libertad.
— Su memoria y la de los sobrevivientes son lo más valioso que nos queda de esa oscura época. ¿Qué debemos hacer con ella?
Alumbrar donde mataron. Nosotros, los sobrevivientes, somos tan pocos y aun menos en condición de contar, porque la mayoría recuerda sus dolores y cuenta solo sus dolores... Yo tuve la suerte de vivir en mejores condiciones que ellos porque me debían mantener sano para los experimentos, entonces mi mente estaba más depurada. Eso me ha dado la facilidad de apreciar y poder contar.
— ¿Siempre le fue posible contar su historia?
Fácil nunca fue, ni lo es hoy en día tampoco. Los primeros cuarenta años no se habló del tema, ni los sobrevivientes que se casaron. La mayoría no les contó a sus hijos, ellos se enteraron por ajenos de lo que pasó. Mis hijos no sabían nada. Los años inmediatos de la posguerra las poblaciones estaban adoloridas y hambrientas. Nadie quería escuchar más desgracias.
— ¿Cuándo cambió eso en su caso?
Al ver que dos premios Nobel de Literatura habían estado en campos de concentración. Me refiero a Imre Kertész y a Elie Wiesel.
— ¿Cómo se inició la ‘marcha de la muerte’?
En el campo había un altoparlante que daba órdenes y noticias. Uno de mis amigos escuchó, el 20 de abril de 1945 específicamente, que anunciaban muchas condecoraciones póstumas. Eso quería decir que algo iba a suceder, porque nunca había escuchado de tantas muertes nazis. Esa misma noche nos despertaron, nos vestimos, salimos a la plaza, nos dieron un pan y arrancó la marcha. Nos separaron en 100 filas de cinco personas y empezamos. Caminamos desde la madrugada del 20 de abril hasta la liberación, el 4 o 5 de mayo. Más de la mitad de gente murió por hambre, nosotros vivimos porque habíamos recibido comida en el campo para estar sanos para los experimentos.
— ¿Cómo un ser humano se mantiene cuerdo en esas condiciones?
No te mantienes cuerdo, es una apariencia. Somos unos animales adiestrados que reciben órdenes de acostarse y levantarse. Llegábamos a un lugar y nos dormíamos de fatiga. Ya la mente no funcionaba. Si le daban la orden de levantarse y usted no se levantaba, le metían una bala. Así que no había la menor duda.
— No me explico de dónde sacó fuerzas para vivir…
Teníamos el ideal de estar libres algún día y que paren la tortura, el hambre, etc. Yo salí del campo con 13 años, llegué a Francia, me dieron de comer, crecí, me desarrollé y llegué a estudiar, aprendí mi oficio y entendí que para vivir hay que trabajar, procrear.
— Y disfrutar...
¿Qué es disfrutar de la vida? Para gente lesionada como nosotros es difícil. Mi único objetivo era que mis hijos tuvieran un mejor futuro que el mío.
— Usted visita escuelas para contar su historia. ¿Ha notado que tenía la edad de esos niños cuando tuvo que pasar por todo eso?
No me daba cuenta hasta que le pregunté a un niño que me escuchaba cuántos años tenía y en qué año estaba. “12 años, en tercero”, me dijo. Lo miré y vi que a esa edad, de ese tamaño, sufrí todo eso.
— ¿Esto dejó cicatrices o marcas en su cuerpo?
No hay marcas, solamente tengo el tatuaje del número.
— ¿Nunca intentó borrarlo?
No, para qué. No tenía ningún sentido, ni lo escondí ni nada, toda la vida usé mangas cortas. Y al que no le quería contar nada le decía que me grabé eso porque me dio la gana.
— ¿Con todo lo que vemos en el mundo de hoy, no teme que se repita la historia?
Miedo no tengo, porque a mí ya no me va a suceder. Pero el mundo no se ha civilizado todavía, está cruel. El mundo en sí no obedece las reglas de la vida, ni las leyes. Y los delitos que suceden en los países dictatoriales, la manera como presionan y como tratan a las poblaciones causa que traten de salvarse en, por mencionar un lugar, Estados Unidos. Todos hablan contra Estados Unidos, pero todos quieren ir para allá.
— ¿No es también preocupante el discurso de presidentes que buscan cerrar sus fronteras, como la ultraderecha en Europa?
Tienen razón. Yo les doy la razón. Específicamente en Hungría, la República Checa y otros países similares. Angela Merkel [la canciller alemana] hizo la propaganda para que vayan todos y repartirlos en todos los países europeos. Pero usted no puede llevar gente a un país que tiene mil problemas similares con sus ciudadanos y esperar que acojan a ciudadanos de otra religión, de otra manera de vivir, que no harán nada por el país y no tienen dinero para mantenerlos. La migración es buena, pero quien migra debe hacerlo con algo. Yo soy migrante, pero soy un buen migrante, yo fui un elemento útil, he trabajado en el país, nadie me puede reprochar nada.