Los impuestos son una distorsión económica cuya justificación radica en el hecho de que el valor de la suma que se les extrae a los individuos es menor al valor que esta representa para la sociedad, utilizándola centralizadamente a través del Estado.
El debate surge sobre el nivel de impuestos que garantiza la superioridad del gasto social respecto del gasto individual. Lo que no es debatible es que el proceso de recaudación sea más costoso que la recaudación misma, generándose una rentabilidad social negativa.
Según un trabajo realizado por Fernando Zuzunaga, los litigios tributarios ascienden a S/110.000 millones. Este monto engloba litigios con una duración promedio de cinco años, que se convierte en diez para los casos de los grandes contribuyentes.
Esta realidad procesal siembra dudas respecto de la gestión de los procesos tributarios. Así, los costos para la administración tributaria y los contribuyentes resultan probablemente mayores al monto a recaudar. Mi reciente experiencia con la administración tributaria municipal ilustra esta realidad.
En la década de los 90, mi padre adquirió un inmueble a través de un crédito para regalármelo. Tres años después, ya trabajando, traspasó el inmueble y el crédito a mi nombre, tal y como consta en los registros públicos.
Dado que el Estado es un monstruo de varias cabezas, el mismo trámite debió hacerse tantas veces como instituciones haya en relación a una actividad, una telaraña para mí desconocida, con lo que involuntariamente el mismo trámite ante la municipalidad quedó pendiente.
Todo funcionó durante los 25 años en los que mi padre ha venido declarando y pagando (en mi lugar) el impuesto predial y los arbitrios. Hace 10 meses, decidí hacer el trámite para pasar el predio a mi nombre. Entendía que, además del tiempo invertido en ello, tendría que pagar una multa. Me equivoqué completamente.
La municipalidad no reconoció las declaraciones y pagos que mi padre hizo sobre mi inmueble. Ni siquiera lo estableció así claramente, lo que me hubiera permitido plantear eficazmente mi estrategia, sino que me metió en un mundo procesal de dimensiones incontrolables.
En lugar de trasladar los pagos de mi papá hacia mí (como fue solicitado), crearon una ficción: lo tramitaron como una solicitud de devolución más una imputación de los montos hacia mí. Amparados en la opacidad normativa, un solo acto fue dividido en dos para, presumo, poder cobrar más.
Según el código tributario, la devolución y compensación prescriben a los cuatro años, un plazo idéntico al de la prescripción de las deudas, en el caso de que el contribuyente las haya declarado; de no ser así, el legislador asume que el contribuyente no actúa de buena fe y el plazo de prescripción de la deuda aumenta a seis años, lo que implica una “multa implícita” de dos años más los intereses moratorios.
La declaración hecha a través de mi padre no solo me significó una multa de S/1.000 por declaración extemporánea, sino sobre todo la multa implícita descrita en el párrafo anterior por S/20.000.
El traslado de los pagos de un sujeto al otro ha sido materia de fallos favorables al contribuyente en el Tribunal Fiscal (TF) en los casos de herencia y gananciales. En algunos casos de compra-venta, el TF ha validado el sistema de devolución y compensación que me pretenden aplicar. La municipalidad encontró dónde ampararse para cobrar doble.
Las sucesivas reformas tributarias han debilitado al contribuyente al exigir la cancelación previa de la “deuda” con la expectativa de una devolución (esta vez sin intereses). El reciente pedido de facultades del Ejecutivo busca “perfeccionar” la tributación municipal, “regular” la inadmisibilidad de determinadas reclamaciones y establecer la “responsabilidad” de los asesores fiscales. Todo esto coadyuva a debilitar aun más la posición del contribuyente frente a la voracidad del Estado.