No hace falta realizar elaboraciones complejas para comprobar que la matriz principal de una ciudad está en sus edificios y que, por lo tanto, la arquitectura constituye el fundamento germinal de su conformación y de su calidad medioambiental. A pesar de lo evidente de este argumento, desde hace aproximadamente cincuenta años, la humanidad parece haber extraviado esa noción, relegando el rol de la arquitectura al de una prerrogativa personal y egoísta, sea de ciudadanos o de colectivos comerciales o políticos que otorgan, al valor emblemático de un edificio, un valor esencialmente publicitario y formalmente competitivo.
En la medida en que una ciudad es eminentemente consecuencia de diversos y dilatados procesos de ilación arquitectónica, el mayor o menor valor que, a lo largo del tiempo, estas secuencias constructivas puedan adquirir depende, esencialmente, de dos factores primordiales. En primer lugar, depende de la manera en que la agregación arquitectónica que engendra a la ciudad hace uso del suelo sobre el que se levanta. En segundo lugar, se vincula con la lucidez o la conciencia con la que clases dirigentes orientan el crecimiento urbano a lo largo de sus procesos de expansión. Vale decir que su tarea principal radica en saber aprovechar el uso del suelo en función de las necesidades que la sociedad espera, resolviendo su uso en provecho de los requerimientos que han ido suscitándose a lo largo de diversas circunstancias e historias.
En ese sentido, Lima es, desgraciadamente, un ejemplo deplorable del desconocimiento por parte de las autoridades que han conducido su desarrollo –al menos durante los últimos cincuenta años–. Desde que empezó a registrarse la migración de la población rural a un entorno urbano, la conducción política de la ciudad actuó con un desconocimiento rotundo de la importancia de canalizar los nuevos asentamientos de manera que no canibalizaran, primero, su área agrícola y, luego, las laderas de las estribaciones andinas que se acercan a las orillas de sus superficies cultivables, por lo que ignoraban, crasamente, que el mismo fenómeno se había dado en el mundo por más de dos siglos y que ello había engendrado soluciones y propuestas para evitar la quiebra del equilibrio ambiental y psicológico entre el territorio y la ciudadanía.
Esto debido, sobre todo, a la vacua arrogancia intelectual y a la frivolidad política que exhibió nuestra clase dirigente. Al aparentar impedir la ocupación voraz ,y a la larga inmoral, primero, de nuestro marco agrícola y, luego, de nuestro contorno andino, se dio rienda suelta a que el suelo, aquel bien urbano sustancial, fuese dispensado frívolamente ante la incompetencia pública para formar asentamientos que mantuvieran la cohesión de una ciudad en explosivo crecimiento.
Se ha argumentado –y se continúa haciéndolo por parte de instancias públicas, municipales o ministeriales– que la escasez económica que nos agobió en décadas pasadas hacía imposible afrontar este fenómeno social abrumador y violento de ninguna otra manera, que la única forma para lidiar con esto era proveyendo las magras lotizaciones básicas que fueron engendradas precipitadamente por los sucesivos gobiernos o convalidando unas invasiones sabidamente organizadas por grupos delincuenciales que atizaban una necesidad tan primordial como contar con un refugio o una vivienda.
Son estos los medios con los que se quiso encubrir la masiva afluencia rural a Lima, con intervenciones vergonzosamente ineficaces, torpes y, sobre todo, encaminadas a asestarle a la ciudad las condiciones de habitabilidad que ahora afectan a su sufrida población. Así, los limeños se encuentran mayormente desperdigados en condiciones deplorables sobre casi la totalidad de un valle cuya amplitud y feracidad llevó a Pizarro a decidir la fundación de la capital de la Colonia.
La arquitectura improvisada para suplir la falta de una conducción profesional ha dado lugar a una ciudad elefantiásica, cuya ineficacia e incomodidad será imposible de resolver si nuestras autoridades no aceptan que tornarla habitable requiere reconocer la importancia del suelo como el fundamento más preciado de todo asentamiento urbano.
Y, de igual manera, aceptar que esa constatación exige confiar la adopción de estrategias correctivas a equipos profesionales debidamente preparados y a quienes nuestros gobernantes brinden autonomía profesional para que sus trabajos resulten productivos. Por cierto, estas propuestas deberán ser previamente conocidas y ampliamente discutidas, sobre todo en lo que concierne a las propuestas para redimir el desperdicio que ha significado la expansión inorgánica y caótica que ahora nos abruma. Hay un aspecto de esta situación que considero imprescindible encarar: no puede suponerse que las viviendas precarias débilmente autoconstruidas en las laderas de los cerros o en quebradas expuestas a terremotos y huaicos puedan ser consolidadas, como tantas veces la Municipalidad Metropolitana de Lima sugiere ingenuamente. Esa población tiene que ser reubicada a zonas próximas a la ciudad servida, en la que el transporte, la seguridad y los servicios sean mínimamente eficaces y útiles.
Lograr esto no constituye una quimera. Desde que experiencias como la saturación demográfica se han venido dando en la humanidad desarrollada, toda vez que estos procesos han sido acometidos por dirigencias públicas inteligentes y consentidas por sus autoridades, primero se ha buscado reciclar convenientemente los terrenos urbanos degradados, subutilizados, abandonados o irrecuperables. Hecha una evaluación de esa reserva, se ha edificado en ellos conjuntos de viviendas de mediana altura y alta densidad, de modo que las poblaciones puedan acceder con mayor comodidad a los servicios que tienen derecho a recibir de sus autoridades.
Claro está, que este cambio de actitud implica un giro radical respecto a la manera como somos gobernados urbanísticamente. Sin embargo no hay otra alternativa. Es ello o el colapso.