Cuando diseñábamos el Plan de Competitividad y Formalización en el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) a finales del 2016, le pregunté a un amigo economista que trabajaba en el Think-Tank del Banco Mundial (BM) en Malasia: ¿Por qué los países del sudeste asiático han sido tan exitosos en aumentar su competitividad y los latinos no? Me contestó que, si bien ambos tienen planes para aumentar la competitividad, los asiáticos destacan en su proceso de consenso político con la población en general y en su implementación. Una vez aprobado el plan, que típicamente tiene un horizonte de cerca de 10 años, los asiáticos lo discuten con los sectores involucrados y asignan las responsabilidades de su implementación por cada entidad pública. De hecho, muchos países de América Latina han diseñado planes de competitividad, pero muy pocos los han implementado.
Con razón muchos colegas economistas han comentado nuestro rezago en competitividad después de un largo período que se inició en los años 90 y en que logramos grandes éxitos. Sin embargo, habría que ser un poco cuidadoso con estas comparaciones, pues las reformas iniciales necesitaron de poco consenso político, aunque sí dependieron de los votos favorables del Congreso. Fueron reformas muy duras, pero al aplacar la hiperinflación de los finales de los 80, lograron un beneficio casi inmediato sobre los sectores populares; lo mismo con las reformas financieras que le dieron acceso al crédito a grandes segmentos de la población; y también podríamos decir lo mismo de la apertura comercial y la reforma de pensiones.
Las reformas que hoy se requieren para continuar escalando posiciones en los índices de competitividad necesitan de mayor tiempo de maduración para mostrar sus beneficios a la población y, por tanto, de mayor apoyo social: es aquí donde está nuestro talón de Aquiles. Si bien hemos sido muy exitosos en la reducción de la pobreza, los beneficios del rápido crecimiento que logramos desde el año 2001 no han alcanzado al grueso de la población y el resultado ha sido que los antiguos pobres hoy conforman lo que el BM le llama las “clases medias vulnerables”, aceptando que ante la falta de una política de crecimiento podrían regresar a ser pobres. Estos sectores hoy perciben una falta de protección del Gobierno, como son acceso a un trabajo formal con la correspondiente protección social, pero también a otros bienes públicos como la seguridad ciudadana o acceso a las redes de agua potable y desagüe.
A pesar de que la economía ha faltado en la creación de nuevos puestos formales, sí ha habido muestras notables de avance en el bienestar de estas clases medias, y lo importante es capitalizar sobre estos avances. Por ejemplo, por citar algunos, en los últimos 10 años hasta el 2017, el quintil de ingresos más bajos fue el que experimentó el mayor incremento en su gasto promedio de 4,2% por año, mientras que en el más alto aumentó en solo 1%; el nivel promedio de educación de estas mismas familias aumentó y la correlación entre ingresos y nivel educativo se hizo más evidente; y, también en el quintil más bajo, el acceso a servicios financieros aumentó a 40,5% de las familias en el 2016 de 0,9% en el 2004.
Nuestra baja institucionalidad también significa la ausencia de interlocutores válidos para conseguir los consensos sociales. No solo es la falta de partidos políticos nacionales con gran representatividad, sino también es el caso de nuestros gremios empresariales o centrales sindicales cuya representación es limitada y en muchos casos hasta sesgada. En este contexto, el enfrentamiento político que observamos también puede interpretarse como la otra cara del populismo: pequeños grupos de poder luchando por beneficios específicos y que muchas veces carecen de representatividad y cuyas políticas se contraponen con políticas nacionales y nos hacen retroceder en la competitividad en vez de avanzar.
Es muy probable que distintos políticos tiendan a tener sus ideas de cómo lograr este consenso. Algunos países como España y México recurrieron a pactos, pero en una sociedad fragmentada como la nuestra estos no lograrían su objetivo. Nuestra propuesta cuando diseñamos el Plan de Competitividad y Formalización fue ligar aspectos de la reforma económica, como fue la reducción de sobrecostos laborales o la reforma laboral, con una potente reforma social como era nuestro plan de formalización y las recomendaciones de la Comisión de Protección Social que proponía la universalización de la salud, la separación entre la provisión del seguro médico y la provisión del servicio médico, la interoperabilidad de los distintos centros médicos y la masificación de las pensiones. Ante la falta de interlocutores para llegar a los segmentos que queríamos beneficiar, optamos por políticas sociales concretas que alineaban los intereses hacia la gran reforma de convertirnos en país competitivo y moderno. Como me decía un gran amigo: “El proceso de cambio no es lineal, a veces para avanzar hay que retroceder”.