El bicentenario es una ocasión no solo para reflexionar sobre cómo se dio el proceso de independencia del Perú, sino también –y principalmente–, para realizar un balance crítico de los 200 años de construcción de nuestra República. Más aún, en un momento de crisis global originado por la pandemia, cuando las contradicciones de nuestro sistema social, económico y político se evidencian con toda su violencia y crudeza.
En estas circunstancias es difícil no ser presa del pesimismo y del desencanto. Sin embargo, las crisis en la historia no solo tienen aspectos negativos y hasta dramáticos, sino que también se presentan como excelentes oportunidades. La que estamos viviendo nos puede permitir repensar nuestro país para sentar nuevas bases, pues estamos atravesando por una crisis más grave que la que desató la Guerra del Pacífico de 1879 y que trajo como consecuencia la derrota y la ocupación chilena del territorio nacional. A pesar de ello, el país pasó por un periodo de reconstrucción nacional y salió adelante.
Fue una etapa de gran efervescencia, en la que surgieron nuevas corrientes de pensamiento y formas de entender el país. En este marco, “Nudos de la República” es una colección que está trabajando el Comité Editorial del Proyecto Especial Bicentenario, para tratar los problemas estructurales del país.
De todas las dimensiones de la crisis actual, una que me parece importante abordar es la crisis moral que atraviesan las instituciones, las clases sociales, los individuos y que, al final, todo lo permea. Y no solo me refiero a la corrupción, sino a que esa dimensión ética está estrechamente vinculada al valor que se le da a la vida humana en nuestra sociedad, que debería incluir la vida de todos y cada uno de los peruanos y peruanas por igual, en especial a los pobres, indígenas, afrodescendientes, mujeres, habitantes de las diversas regiones del país y, sobre todo, de la Amazonía, e incluso, ahora, a adultos mayores y ancianos. Es decir, a aquellos que por mucho tiempo no fueron considerados ciudadanos o solo ciudadanos de segunda clase y que incluso podían ser desechados o reemplazados.
Anteriormente, y con mucha razón, en esta columna se valoró el importante aporte de los jóvenes de la llamada generación del bicentenario. Ahora quisiera poner de relieve el aporte de los viejos, cuyos saberes y experiencia son más valorados en otras culturas que en la occidental, donde el neoliberalismo los ve como no productivos y, por ende, como una carga para la sociedad. El año pasado, con gran pesar, perdimos a dos grandes antropólogos cusqueños, Ricardo Valderrama y Jorge Flores Ochoa, ambos con una destacada trayectoria y un valioso aporte al conocimiento de nuestra cultura. Lo mismo está ocurriendo con mujeres y hombres ancianos de la Amazonía peruana, cuyos saberes se están perdiendo junto con sus vidas.
Entonces, no solo se trata de difundir en las escuelas y medios de comunicación el conocimiento sobre la diversidad regional histórica, cultural, ecológica o lingüística del país, sino también de generar una empatía, un vínculo con personas, culturas y regiones que pueden ser ajenas a nuestra vida cotidiana, pero que están ligadas a nosotros porque forman parte de nuestro país o simplemente porque son seres humanos. Solo de esa manera, podremos tener una “imaginación moral” como diría el historiador italiano Carlo Ginzburg, que permitiría ver al otro como a un igual, que llevaría a incluirlo en nuestra visión del mundo y en nuestros planes, incluso a no dejarlo morir. Justamente una de las potencialidades de nuestro país es su heterogeneidad, su carácter multicultural y multiétnico, la gran riqueza de su diversidad, que aún nos cuesta mucho comprender y asumir.
Un antídoto para estos males es la idea de bien común, tremendamente necesaria en nuestros tiempos. Debería ser una idea-fuerza para la lucha contra el COVID-19, pues es difícil combatir a un virus tan eficiente y veloz en su propagación con una visión individualista y hasta egoísta de la vida.
Pero la idea de bien común también debería orientar nuestra mirada al país que, además, posee una tradición colectiva de ayuda mutua y reciprocidad que ha sido muy arraigada a lo largo de la historia. Cuando realmente interioricemos y tengamos la convicción de que el bienestar de todos y el bien común son, al mismo tiempo, nuestro propio bien y nuestro bienestar individual, y seamos capaces de ceder algo en pos de ese bien común, habremos dado un importante paso para un Perú mejor.