Esta semana, el Congreso de la República debatió una posible modificación a la cuestión de confianza, una herramienta estipulada en nuestra Constitución que le permite al Ejecutivo solicitarle al Legislativo su apoyo a alguna política de Estado. Desde que esta fue utilizada por Martín Vizcarra para disolver el Congreso en el 2019, se ha discutido si el instrumento necesita límites para su aplicación. Dos abogados constitucionalistas examinan la medida.
Enderezar lo torcido y aprender la lección, por Natale Amprimo
“No debe servir como gatillo para paralizar, cuando no liquidar, el actuar de un poder del Estado distinto”.
La cuestión de confianza, como la mayoría de instituciones constitucionales que hemos adoptado, es una más de las múltiples figuras que importamos de otras realidades.
Siempre nuestros “politólogos” de turno nos venden la idea de que la sola emisión de una norma o la copia de una herramienta constitucional modificará nuestra realidad o nos convertirá en un país similar a aquel del que hemos tomado la idea; como si el éxito dependiera solo de la existencia de la norma y no del actuar de los gobernantes y gobernados.
Quizás esta realidad sea consecuencia de nuestra inveterada costumbre por no exigir al gobernante de turno que adecúe su actuar público al respeto a las reglas e instituciones, sino de permitir, sin mayor reflexión, la modificación del diseño, a efectos de que este pueda servir de horma para calzar a la medida y voluntad de quien temporalmente ocupa el palacio de Pizarro.
Lamentablemente eso es lo que nos ocurrió con la cuestión de confianza en el pasado reciente, que sufrió una “desconstitucionalización” –esto es, su desnaturalización–, luego del actuar de Martín Vizcarra y compañía, penosamente bendecido por el Tribunal Constitucional que santificó la negación de confianza por vía interpretativa y dejó a decisión del interesado gobernante la posibilidad de hacer un uso indebido de dicha figura, para disolver al Congreso elegido para fiscalizarlo.
Sin lugar a dudas, como ya muchos se dan cuenta –entre los que incluso se encuentran algunos de los que ayer eran furibundos defensores del hoy ya indefendible Vizcarra–, lo ocurrido nos pasará factura.
Se necesita, ahí sí, introducir una reforma constitucional que permita enderezar lo torcido, de forma que la cuestión de confianza no sirva de gatillo para paralizar, cuando no liquidar, el actuar de un poder del Estado distinto, respecto de competencias constitucionales ajenas a la gestión y funciones del Poder Ejecutivo, amén de proscribir la malhadada “denegación fáctica”. La pretensión del actual Congreso de hacerlo a través de una simple ley interpretativa no solo era ingenua sino que reflejaba, una vez más, desconocimiento, pues lo que se proponía no era remedio para el daño producido, ni antídoto para lo que pueda venir.
Nunca tan presentes las palabras que en su momento expresara don Valentín Paniagua, uno de quienes más estudió las relaciones Ejecutivo-Legislativo: “Si el Perú fuera capaz de construir y mantener un régimen constitucional, es decir, un conjunto de normas que todos respeten y honren, saldría de la barbarie en que todavía vive (…) El problema no es jurídico sino ético: no es cuestión de normas sino de conductas. En realidad, basta solamente algo de ‘hombría de bien’ y, naturalmente, de hombría ‘de la otra’, o sea, buena fe y honestidad para respetar el derecho de los demás bajo cualquier circunstancia y, por supuesto, coraje y resolución para defender y hacer respetar la propia dignidad, y con ella, la libertad y los derechos que les son inherentes”.
El mejor regalo que debemos hacernos en nuestro bicentenario es darnos un baño de constitucionalidad, que implica el entender la Constitución como una norma ordenadora y limitadora del poder, y no como instrumento para legalizar el capricho de quien lo ostenta.
La cuestión de confianza, otra vez; por Gabriela Oporto
“Una sobreregulación de la cuestión de confianza puede ser negativa”.
En pocas palabras, la “cuestión de confianza” es un instrumento político a través del cual el Poder Ejecutivo pide expresamente al Congreso que respalde una decisión política del gobierno. Este instrumento, que existe en los ordenamientos jurídicos de varios países del mundo, se encuentra regulado en nuestra Constitución y, notablemente, permite que el Poder Ejecutivo disuelva el Parlamento ante dos negativas consecutivas a cuestiones de confianza planteadas. Bajo esa regulación, el expresidente Martín Vizcarra disolvió el Congreso en setiembre de 2019.
Actualmente, en una apurada cuarta legislatura, nuestro Congreso se encuentra debatiendo una serie de posibles reformas a la Constitución y, además, un proyecto de ley que desarrolla los alcances de la cuestión de confianza.
En primer lugar, es necesario recordar que, para realizar cualquier modificación a la Constitución, se necesita el voto favorable de 87 congresistas (2/3 del total) en dos legislaturas consecutivas. Cada legislatura es un período de sesiones del Congreso y usualmente dura seis meses (julio-diciembre y enero-junio). Esto es así porque, al ser la norma fundamental de nuestra sociedad, la reforma de la Constitución debe ser ampliamente debatida, con participación de expertas/os en Derecho (y si fuera necesario, otras ramas del conocimiento) y de la sociedad civil. Aunque el Congreso puede agendar legislaturas extraordinarias para atender asuntos de urgencia, esta regla no ha sido pensada para permitir la aprobación de reformas constitucionales en poco tiempo.
Luego, sobre la cuestión de confianza, debemos apuntar que la regulación constitucional vigente (que es bastante amplia) responde a que esta es una herramienta política y, por lo tanto, se debe dejar márgenes de acción para que los actores políticos debatan e, idealmente, lleguen a acuerdos en beneficio del país. Entonces, una sobreregulación de la cuestión de confianza puede ser negativa. Limitar excesivamente qué asuntos pueden ser sometidos a la cuestión de confianza, además, debilitaría al Poder Ejecutivo frente al Congreso de la República. Esto es particularmente peligroso porque, como hemos visto en años anteriores, los presidentes no son elegidos con mayorías parlamentarias, lo que les hace vulnerables a las acciones del Congreso.
Después, y específicamente sobre el proyecto de ley que desarrolla los alcances de la cuestión de confianza, hay que recordar también que las leyes que pretenden “interpretar” la Constitución no pueden desconocer o modificar sus alcances. Lamentablemente, el proyecto de ley que ahora está debatiendo el Congreso hace eso precisamente, y parece ser que esta es la alternativa adoptada frente al fracaso, a inicios de junio, de la propuesta para reformar la Constitución sobre este asunto.
Si bien es legítimo pretender hacer cambios a la Constitución, y estos pueden ser –además– cambios positivos, es importante tener siempre presente que, en un Estado de derecho, estas modificaciones deben hacerse respetando los canales ya establecidos en la propia Constitución y en las leyes. De lo contrario, nuestra sociedad se quebrará aún más.