¿Somos autoritarios los peruanos? ¿Le damos particular valor a la famosa “mano dura”? Hoy, con el proceso electoral a pocos meses de concretarse y con el golpe que ha supuesto la pandemia para todos, la discusión cobra especial vigencia. Carlos Meléndez y Carmen Ilizarbe, politólogos, lo discuten.
La “mano dura” que mece la campaña, por Carlos Meléndez
“Las cifras muestran que el 52,6% de peruanos justificaría un golpe militar frente a mucha delincuencia”.
Algunos candidatos presidenciales han decidido exhibir su perfil más severo con el afán de conquistar a potenciales seguidores. Parten de la premisa de que existe un elector autoritario que se siente atraído por promesas de orden y seguridad. De hecho, en esta campaña hay ofertas de “mano dura” para todos los gustos e intensidades. Unos se concentran en el combate a la inseguridad ciudadana; otros, la imbrican con reflejos xenófobos; varios se expanden a otras áreas de responsabilidad estatal (incluyendo la salud pública).
Más de la mitad de peruanos es receptiva al tipo de discurso que combina las botas castrenses con el rompimiento del Estado de Derecho, so pretexto de luchar contra la delincuencia. Las cifras más recientes del Barómetro de las Américas (2019) lo muestran: el 52,6% de peruanos justificaría un golpe militar frente a mucha delincuencia. En todas las mediciones realizadas desde el año 2006, los porcentajes variaron entre el 51,8 y el 58,8%, con la excepción de un 44,6% alcanzado en el 2014. Si nos comparamos con los países del continente somos, después de Jamaica, la sociedad en la que los valores autoritarios golpean más a la democracia.
Existe una razón adicional para que la narrativa política “mano dura” seduzca: toma cuerpo en personalidades. La desinstitucionalización de la política peruana coadyuva a esa formulación personalista del “hombre/mujer fuerte”. La promesa de ‘law and order’ se hace más creíble en un exmilitar (Daniel Urresti u Ollanta Humala), en un apellido de tradición autoritaria (Keiko Fujimori) y hasta en un ‘outfit’ de bouncer de salsódromo (George Forsyth). No cualquiera puede encarnar la “mano dura”. Porque, a pesar de la existencia de una demanda por esta, la oferta puede no ser convincente.
Pero como en todo noviazgo feliz, entre el candidato “hombre/mujer fuerte” y su electorado “mano dura” hace falta un tercer elemento: el momento indicado. Y no estoy seguro de que la actualidad pandémica lo sea. La llegada del COVID-19 al Perú, en marzo del año pasado, activó nuestros reflejos conservadores, que fueron capitalizados por los “martillazos” de Martín Vizcarra. El miedo a una enfermedad desconocida sintonizó con medidas de confinamiento severas, una de las más duras del continente. Muchos peruanos –de sombras autoritarias o almas democráticas– salieron a sus balcones a aplaudir el recorte de libertades individuales justificado en la emergencia de salud. Ese romance de político regional capaz de disolver “constitucionalmente” (sic) al Congreso y de enclaustrarnos preventivamente ante una amenaza mundial, activó nuestros más hondos valores iliberales.
Hoy, la situación es distinta. La gente parece harta de imposiciones –hasta ha perdido miedo– y quiere su libertad de vuelta –sea civil o económica–. ¿No estaremos acaso ante un momentum en el que prevalecen actitudes libertarias de todo tipo? En otras palabras, la mayoría de peruanos podremos tener una cultura política autoritaria, pero no necesariamente vamos a elegir a un presidente que active nuestros respectivos reflejos. Y no por una reacción cívica, ciudadana, republicana, etc., sino porque, ante el fracaso de los gobiernos frente a la pandemia, solo nos queda confiar en nosotros mismos.
Ciudadanía e imaginación democrática en el Perú, por Carmen Ilizarbe
“La masividad y carácter nacional de la protesta hablan de la extensión del imaginario democrático en el Perú”.
El Perú tiene una tradición autoritaria tanto como una democrática, así que responder a la pregunta planteada es mirar el vaso medio lleno o medio vacío. Esta vez miraré el vaso medio lleno, obviando prácticas autoritarias aún muy visibles en los hogares peruanos y las relaciones interpersonales, en el caudillismo y elitismo de la política electoral, o en las lógicas verticales y centralizadoras de nuestras organizaciones e instituciones. Argumentaré que hay, también, un imaginario democrático que moviliza a la sociedad peruana, y que se expresa en prácticas democráticas y democratizadoras, a contrapelo de nuestra tradición autoritaria.
Hablo de la democracia como un imaginario porque a la base de normas e instituciones, y de comportamientos individuales y colectivos, hay una particular comprensión del poder y el orden social que las sustentan y explican. Si tomamos a la institución arquetípica de la democracia moderna –las elecciones– como ejemplo, su carácter democrático depende tanto del diseño institucional del procedimiento, como del comportamiento de quienes participan en él. Así, no solo las reglas de juego importan; son decisivas las acciones de las instituciones organizadoras del proceso, de las instituciones y personas en competencia, y de las y los electores. Esos diversos comportamientos expresan una comprensión del poder y de los valores que la democracia implica; una imaginación política. Ahora bien, no defiendo la idea de que somos democráticos porque tenemos procesos electorales instituidos. De hecho, pienso que nuestra política electoral es cada vez más elitista e infiltrada por el poder del dinero y las influencias, y por lo tanto menos democrática. Mi punto es que la democracia se aloja principalmente en la dimensión de la imaginación política.
Encuentro evidencia del afianzamiento de un imaginario democrático en el campo de la construcción de la ciudadanía, un complejo proceso histórico que, con altibajos y reveses, va asentando la idea de que somos una comunidad de iguales. Así, las luchas por la igualdad de derechos de grupos excluidos del pacto social y político –las mujeres o los pueblos indígenas, por ejemplo— son expresiones democráticas y también democratizadoras porque hacen más inclusiva la comunidad política y buscan desterrar prácticas excluyentes y verticales de nuestra sociedad.
Un caso nítido, en medio de la pandemia, es el de las masivas protestas lideradas por jóvenes en defensa de nuestra endeble democracia. Allí vimos una férrea convicción democrática en grupos muy diversos de nuestra sociedad, que fueron capaces de articular una acción política suficientemente potente para evitar que se consumara un golpe de Estado. La masividad y carácter nacional de la protesta hablan de la extensión del imaginario democrático en el Perú. La capacidad inmediata de articulación de individuos y colectivos para constituirse en fuerza política habla su potencia. Las estrategias y formas de organización que la sostuvieron revelan conocimiento y aprendizaje. Los discursos y demandas señalan una conciencia y una identidad ciudadana. ¿Es suficiente para decir que somos principalmente democráticos? No. Pero sí para reconocer la extensión, potencia y arraigo de una fuerza social democrática y democratizadora en nuestro país.