La llama de un fósforo dura solo unos segundos, pero es capaz de incendiar un bosque. Esta frase, propuesta por el escritor mexicano Guillermo Arriaga, resume el golpe dado por Carlos Ezeta a Ricardo Burga. Una llama breve pero intensa que, lejos de ser un simple puñetazo, posee más capas de análisis que exceden al “impulso” de una persona o al “heroísmo de un mártir”. Este es un gesto importante para considerar ahora. Armémonos del coraje que implica la tensión del momento y el acto de pensar, más aún cuando tenemos una amenaza que nos acecha y asecha.
Nos acecha el peligro de enamorarnos de nosotros mismos, concentrados en el acto o en la ilusión del qué habría pasado si…, y que, por su impulso, nos aleja de la pregunta: ¿qué haremos el día después de(l) mañana? Es fácil pensar en el fin de los políticos, pero es difícil pensar en el fin de la corrupción. Ese golpe es una muestra clara de lo que no queremos. Y que, de cierta forma, ha sido el guion de las elecciones en las últimas décadas, siempre guiando nuestro voto en contra de alguien (y no eligiéndolo por sus propuestas). Está claro lo que no queremos; sin embargo, ¿sabemos lo que queremos? Desear algo implica tenerlo como un objeto distante que, si bien es un motor de movimiento, está condenado a nunca poder asirlo por temor a que desaparezca. ¿A qué le tememos? ¿Hemos recogido el valor necesario para querer lo que deseamos? Ese golpe no solo ha quebrado el pómulo del vocero del nuevo gobierno, sino que ha generado una fisura, una demanda que filtra la urgencia de un cambio, no una reforma; este mensaje nos espeta en la cara la necesidad de enfrentar los problemas de lo común (sin polarizar lo público o lo privado).
Nos asecha la urgencia pedir un gabinete técnico y despolitizado. Esos técnicos son expertos, sin duda, pero de solucionar solo lo que el sistema le permite entender como problema; generan reformas a modo de “parchar pistas” donde la demanda de lo común es ajena; y no proponen alternativas, solo ofrecen “parcharlas”. El técnico soluciona problemas pragmáticos que solamente existen en ese sistema corrupto; en breve, el interés que la cosa marche; no que cambie.
Ese golpe no solo remeció un pómulo sino la necesidad de que esto cambie, de forma gradual pero total; no hacer reformas mínimas. Es fundamental que las demandas del cambio excedan las posibilidades del sistema actual, para que ante cualquier reforma se evidencie la bagatela que nos ofrecen y la mezquindad con la que se ha dirimido la vida pública. No hay más vacantes para soluciones fáciles, técnicas e inmediatas que “alivien” el dolor constante sin ofrecer cura.
Sosegar esta dolencia requiere de un tratamiento largo y complejo. Sin embargo, una cosa es clara. Las fórmulas inmediatas, coherentes, y lógicas, son solo reformas. Desconfíe de estas. Henry Ford propuso en su momento el automóvil como la solución a un problema de movilidad. Sus coetáneos lo tildaban de loco, de absurdo, ya que un auto no era “la solución”, sino tener mejores caballos que comieran menos. El cambio que introdujo radicaba en allanar el lugar a las prácticas que por entonces regían. Cuídese de las reacciones más epidérmicas que vienen empaquetadas con populismos reformista de corto plazo (que ya estamos viendo a modo de oportunismo o cuota de pantalla). Esos son los tecnócratas que quieren caballos más eficientes.
Jean Cocteau, en un poema planteaba que, de estar quemándose su casa, lo único que se salvaría sería el fuego. Este golpe es la llama que se ahoga enarbolándolo como un acto patriótico o como un brote de ira. Hacer esto lo condenaría a la mera anécdota, apagando el fuego que ha iniciado. Pongámonos al servicio de lo común. Todos tenemos un conocimiento, es hora de donarlo, sea el que sea, jurídico, médico, político, filosófico, psicológico, a lo que está ocurriendo en las calles. Que esta llama no se extinga en la anécdota. Es hora de salvar el fuego.