Como en la primera etapa de la pandemia respecto de las medidas de confinamiento estricto, hoy asistimos a un discurso maniqueo sobre la decisión de vacunarse o no y, en algunos casos, de decretar o no la obligatoriedad de la vacunación contra el COVID-19. Lejos de analizar la complejidad de este dilema ético, se difunden mensajes que oponen al amigo que “lucha contra el virus” con el enemigo que, al no vacunarse, “fortalece al virus”.
La autoridad de los “buenos” es epistémica y moral, ya que, mientras ellos conocen la verdad del progreso científico y “ponen el hombro” al servicio del bien común, los “malos” no solo se dejan llevar por la superstición, sino que son irresponsables, pues anteponen sus libertades individuales al interés público.
Así, este discurso reductor del otro anula la diferencia y borra la contradicción: la particularidad desaparece en un horizonte anónimo que me dicta lo que cree saber bueno para mí, aun contra mí mismo. Todas las formas de violencia institucional han impuesto su propia concepción del bienestar, llamándolo “común”, a aquellos que se encuentran excluidos, de entrada, de la discusión sobre la definición de dicho bien y del camino que debería conducir a la “sociedad perfecta” como una suerte de imperativo natural, histórico, divino.
Tres argumentos nos pueden alejar de este lenguaje simplificador. En primer lugar, la cuestión está mal planteada si se presenta como un conflicto entre los pro-ciencia y los anti-ciencia. Reconocer ciertos aportes de la medicina a la mejora de nuestras condiciones de vida no supone una confianza ciega en respuestas unívocas, porque los científicos reconocen no solo la historicidad de su quehacer, así como el azar y la autonomía que marcan nuestra interacción con la naturaleza, sino la incertidumbre, la autocrítica y la fragilidad de los consensos propios de la dinámica de la ciencia. En segundo lugar, frente a este universo de representaciones inestables, es importante preservar el recinto de libertad de mi propio cuerpo. El consentimiento informado para dejarse inocular o no una sustancia debe inscribirse en la manera como cada uno lee y narra los momentos de la vida en los que se ha sentido sano o enfermo. Escuchar esas historias individuales es la condición para respetar la libertad con la que cada persona decide cómo manejar su propio historial médico y su inmunidad. Finalmente, la realidad nos muestra que es inútil albergar la ilusión de un vínculo puro, siempre salubre y, por principio, indemne con el otro. Al cuidarnos y cuidar de los demás, gracias a la medicina, la psicología y la ecología, no podemos olvidar que todo organismo es, simultáneamente, fuente de vida y de muerte. Vivir del fruto que ingerimos, y con el rostro que besamos, ha implicado, implica e implicará siempre un riesgo: nutrición y malestar, afecto y contagio. Dejar que la fuerza vital se despliegue en nosotros exige enfrentar aquello que amenaza la vida, sí, pero con la lucidez de quien sabe encontrar en el seno de esta voluntad de poder la posibilidad latente de la herida y del final de la vida.
Quizá el aporte de la actitud filosófica consista, pues, en liberarnos de la polarización para describir los matices conceptuales y las valoraciones que fundamentan diversas perspectivas sobre la salud y la enfermedad, el sufrimiento y el gozo, el riesgo y la seguridad, las tensiones de nuestro vínculo con otros seres vivos. Y, con ello, la novedad perturbadora de lo imprevisto y la desprotección inherente a la existencia humana, al mismo tiempo que la necesidad infatigable de cobijo y de cuidado de la vida en su compleja imbricación con la muerte.