En su famoso manifiesto de 1848, Karl Marx y Friedrich Engels caracterizaron al comunismo como un “fantasma”. Y tenían más razón de la que ellos mismos imaginaron. A pesar de que el marxismo es una filosofía materialista, los fantasmas o espectros, como el comunismo, no pertenecen al mundo de la materia sino al del espíritu. De ahí que Henry Hazlitt observara que “toda la prédica del marxismo se puede resumir en una sola frase: odia al hombre que se encuentra en una mejor posición que tú”.
Pero si bien es cierto que los impulsos de envidia, odio y deseo de poder que dan vida al fantasma del comunismo habitan en el espíritu humano, este debe ser sistemáticamente invocado para alcanzar el poder de movilizar a las masas al punto de llevarlas a destruir su propia libertad y bienestar. ¿Quiénes son, entonces, los espiritistas encargados de invocar al fantasma del comunismo? La respuesta la ofrecería hace ya casi un siglo el teórico marxista italiano Antonio Gramsci. Él llegaría a entender lo que Marx, prisionero de su determinismo histórico y materialista, ignoró en la teoría, aunque aplicó en la práctica: que los seres humanos respondemos sobre todo a relatos, ideas, narrativas y discursos capaces de despertar en nosotros las fuerzas que permiten que se sostenga o destruya un determinado orden social.
La ideología que comparten los habitantes de un país y que teje su sentido común no era, para Gramsci, el resultado de la estructura económica, como argumentaba Marx. Por el contrario, era el orden económico y social el que reposaba sobre las creencias compartidas por la población. En otras palabras, es el espíritu el que transforma la materia más que al revés. Siguiendo esa lógica, Gramsci distinguió entre la sociedad civil y la sociedad política. La primera, sostuvo, se configuraba por el mundo privado, incluyendo clubes, medios de comunicación, iglesias y otros, mientras la segunda se refería a las instituciones del Estado. Es en la sociedad civil, añadió Gramsci, donde se define la consciencia de las personas asegurando el consentimiento de las masas al sistema imperante. Gramsci llamó “hegemonía” a ese conjunto de creencias del que depende, en última instancia, la legitimidad de todo sistema económico y político. Por lo tanto, es la hegemonía lo que hay que cambiar para abrir las puertas al socialismo.
Gramsci diría: “Toda revolución ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeación de ideas a través de agregados humanos al principio refractarios”. Aquí radica la esencia del problema en América Latina y en el Chile y el Perú actual: los partidarios de la libertad, en especial los empresarios que creen en ella, se desentendieron casi por completo del mundo de las ideas, la cultura y la educación, dejando que fuera capturado por activistas de izquierda. Así, la fatal ignorancia de la clase empresarial y de las élites condujo a que los espiritistas invocaran con toda libertad, e incluso financiados por ellos mismos, el fantasma del comunismo en escuelas, medios de comunicación, universidades, etcétera.
Ahora se sorprenden de los resultados, pero no deberían, especialmente porque, en América Latina, la tradición de pensamiento marxista es más poderosa que en cualquier región del mundo. “La popularidad de la perspectiva marxista ha hecho posible su creciente institucionalización y su impacto generalizado en prácticamente todas las perspectivas filosóficas activas en Latinoamérica”, afirma la “Stanford Encyclopedia of Philosophy”. Y añade que históricamente el modelo de Antonio Gramsci de ‘intelectuales orgánicos’ ha sido de gran impacto en gestar revoluciones marxistas.
Así las cosas, en América Latina, el fantasma del comunismo se encuentra siempre al acecho, sobre todo porque domina las esferas intelectuales y culturales, esas que, como afirmó Gramsci, definen la manera en que pensamos. Será entonces solo cuando logremos exorcizarlo de ellas que podremos dormir sin que irrumpa una y otra vez enfrentándonos a largas noches de horror.