La discusión en torno a la validez de la ley aprobada recientemente por el Congreso –y que no fue observada por el Gobierno, pese a que sus órganos técnicos así se lo sugirieron– sobre la entrada en vigencia en nuestro país del tratado sobre la imprenoscriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad abre la puerta a dos cuestiones de la mayor importancia para quienes nos dedicamos al ejercicio e investigación en el ámbito del derecho constitucional.
La primera, tiene que ver con el rol que cumple en nuestra especialidad el derecho internacional público en general, y el derecho internacional de los derechos humanos en particular. Actualmente, no es posible pensar –y mucho menos, ejercer– el derecho constitucional a la luz solo de nuestras normas constitucionales internas. Estas deben ser comprendidas en un escenario más amplio que incorpora no solo a las fuentes del derecho internacional, sino a su “gramática”, producto del amplísimo bagaje generado por las decisiones adoptadas por los órganos internacionales contenciosos, la costumbre internacional, y la doctrina (sin duda, cada vez más interesante y sofisticada). Asimismo, el derecho constitucional local (DCL) se nutre de esta, pero no solo como un agente receptor, sino, y fundamentalmente, como un participe activo de un dialogo trasnacional que tiende a mayores y mejores prácticas para garantizar los derechos y promover una cultura jurídica armónica con los valores del pluralismo, la tolerancia, y la dignidad humana.
Por eso, diversos juristas hablan de un derecho constitucional internacional (DCI) o de una suerte de ius comune latinoamericano (Armin Von Bogdandy, por ejemplo) en el que se entrelaza el DCL y el DCI a la luz, en el caso de nuestra región, de las decisiones emanadas del sistema interamericano de derechos humanos. Los constitucionalistas debemos ser sensibles a esa nueva realidad e incorporar, como parte de nuestro canon, los elementos y factores más relevantes del DCI si queremos estar a la altura de los retos de nuestra especialidad.
La segunda cuestión sobre la que quiero llamar la atención tiene que ver con la forma cómo, de un tiempo a esta parte, venimos pensando el rol que le compete al Congreso en la formación y evolución del derecho. Al margen de su rol tradicional (como órgano creador de leyes), este poder del Estado ha asumido una función complementaria, según la cual también le corresponde definir cómo se deben interpretar las leyes. El Congreso, sin duda, es responsable de crear derecho, pero solo en lo que respecta a la aprobación de disposiciones normativas. La interpretación y aplicación de estas le corresponde a los órganos jurisdiccionales y administrativos.
En todo caso, la interpretación del Congreso -cuando se manifiesta a través de una ley que interpreta a su vez otra norma- es solo eso: una interpretación más que, en ningún caso, puede sobreponerse a la que realizan los intérpretes auténticos del derecho, esto es, los jueces. Digo esto, simplemente, para resaltar el hecho incuestionable que cuando el Congreso interpreta el sentido de un tratado internacional de derechos humanos, no convierte a su interpretación en el tratado. Su intervención en el debate jurídico se agota en simplemente señalar: este es mi punto de vista sobre su significado. La palabra final siempre la tendrán los jueces. Y estos deben preferir, mal que les pese a algunos, antes que la voz del legislador, la voz de la Constitución que es, en estricto, la del pueblo soberano.