No asesinan, no secuestran ni activan bombas como en “El Padrino” o “Los Intocables”, pero cometen delitos de forma organizada a través de sus complejas estructuras empresariales. No son corporaciones de fachada o “de papel” para lavar dinero o defraudar al fisco, más fáciles de reconocer. Tampoco son empresas que de modo eventual o marginal pueden cometer una estafa, un delito ambiental o defraudación tributaria. Son las llamadas empresas duales que, como describe Elena Marín de Espinosa Ceballos, realizan de modo simultáneo actividades legales e ilegales, generan empleo, pagan impuestos, ofertan bienes y servicios lícitos (grandes obras de infraestructura en el caso de Odebrecht), pero al mismo tiempo se organizan para cometer delitos, de modo sistemático y generalizado, para facilitar o encubrir sus fuentes de ganancias.
La llamada “División de Operaciones Estructuradas”, como se describe en el acuerdo firmado el 21 de diciembre entre Odebrecht y el Departamento de Justicia de Estados Unidos, fue el órgano corporativo institucional encargado del pago de sobornos por US$788 millones a funcionarios de 12 países, para asegurar su contratación en más de 100 proyectos. Lo ilícito, lo delictivo, no se gestionó de modo empírico o marginal, sino de modo corporativo, con las mismas técnicas de administración de cualquier empresa moderna: se simularon contratos, se crearon empresas ‘offshore’, se abrieron cuentas cifradas y se ejecutaron los pagos ocultando la ruta del dinero. Y todo como parte del negocio, no uno de drogas o de armas, sino de infraestructura para el desarrollo de nuestros países.
Odebrecht ha reconocido estos hechos delictivos solo ante Estados Unidos y aceptado pagar una multa de US$2.600 millones apenas a tres países (Estados Unidos, Suiza y Brasil), y no a los otros 11 estados en los que sobornó, incluido el Perú. No es difícil entender por qué: la ley estadounidense contra las prácticas corruptas en el extranjero (Foreing Corrupt Practices Act de 1977) y su aplicación por casi 40 años a empresas transnacionales como Siemens (multa de US$800 millones en el 2008 por actos de corrupción en Argentina, Venezuela y Bangladesh) es casi la única en el mundo que permite alguna respuesta frente a estas corporaciones duales que, en su práctica transnacional, han recurrido a la corrupción como una herramienta para competir en el mercado.
No se puede atrapar moscas con las manos. Nuestro sistema penal –y no solo la legislación– aún no asimila estas modernas formas delictivas que entrelazan aspectos de la criminalidad empresarial, el crimen organizado y la delincuencia gubernamental. Muestra de ello es que hasta la fecha no se amplía la responsabilidad “administrativa” (penal) de la persona jurídica para casos de corrupción doméstica y lavado de activos. La paradoja de la Ley 30424 radica en que si una empresa peruana corrompe en el Ecuador para obtener una licencia entonces puede ser sancionada, pero si la misma empresa corrompe a una autoridad peruana dicha ley no se le aplica. Lo mismo sucede con la Ley de Contrataciones del Estado, las inhabilitaciones para contratar siguen ancladas en un sistema donde el delito o la infracción la comete una persona natural y no la misma empresa, como producto de aquello que Bernd Schünemann denomina “actitud criminal de grupo”.
Han pasado dos semanas desde la revelación de actos de corrupción en el Perú por US$29 millones, y al parecer solo tendremos algo más de lo mismo: comisiones investigadoras del Congreso, algunos procesos penales dependientes de la cooperación penal internacional, un clima de permanente sospecha y desconfianza frente a las autoridades de los últimos tres gobiernos, pero no lo que realmente se necesita para darle por fin un giro a nuestra larga historia de impunidad empresarial. Las empresas que contratan, como señaló Franz von Liszt hace más de 120 años, también pueden contratar de manera fraudulenta. No estamos ante delitos de los individuos, sino ante crímenes de las corporaciones.