Desde hace algunos años pienso en un fenómeno político bastante peruano: la crispación sin crisis. Consiste en haber cultivado un país polarizado, con líderes políticos malamente enconados, “partidos” enfrentados, una esfera pública cada vez más agresiva y una sociedad contagiada de tal clima de amargura y división, sin haber padecido una crisis económica. Si el ritmo de nuestra economía en los últimos años fue vertiginoso, no lo ha sido menos nuestra disposición a insultarnos. Y aun más sorprendente resulta que la polarización se desarrolle sobre la nada política. ¿Cuáles son las divergentes visiones de país que distancian y enfrentan con tal ímpetu a nuestros líderes políticos? Ninguna. En realidad, nuestros “líderes” parecieran disfrutar la tarea cotidiana de ostentar que entre ellos no hay sino variaciones de la misma mediocridad.
Hace un par de semanas participé en una reunión en Bogotá con políticos colombianos sobre las negociaciones de paz que el gobierno y las FARC llevan a cabo en La Habana. La cuestión central que anima ese debate son los costos que la sociedad colombiana estaría o no dispuesta a conceder en dicho proceso. La izquierda sostiene que para lograr la paz bien vale hacer concesiones a la guerrilla. La derecha, por su parte, es tajante en desaprobar que los crímenes de guerra cometidos por las FARC puedan pasarse por agua tibia. El gobierno de Santos, finalmente, habiendo invertido toda su legitimidad en dichas negociaciones, intenta la tarea histórica de hilar una posición intermedia. Las partes exponen sus argumentos con gran respeto por el otro y con una solvencia intelectual de lujo. Y ojo, discuten el tema más controversial de todos los posibles. Ante semejante escenario, la polarización me parece justificadísima, además de natural en una sociedad plural.
Algo similar ocurre en otros países latinoamericanos. Pensemos en Argentina, donde políticas impulsadas por los Kirchner en materia de derechos humanos, impuestos, libertad de expresión, entre otras, han despertado tensiones de todo tipo en los últimos años. En Venezuela, Bolivia y Ecuador, no se diga, abundan las familias divididas frente a gobiernos que intentan renovarlo casi todo. En México, el gobierno de Peña Nieto superó una polarización histórica al conseguir que el capital privado pueda reingresar a la actividad petrolera de donde estaba excluido desde los años de Lázaro Cárdenas. Y Michelle Bachelet ha destapado el avispero chileno con reformas que buscan reorganizar las relaciones entre Estado, sociedad y mercado. Es decir, estos países se polarizan desde iniciativas que, independientemente de su signo ideológico, procuran transformar sus países, lo cual despierta la legítima resistencia de otros sectores.
Los peruanos, en cambio, hemos inventado una situación peculiar donde nos odiamos políticamente sin que nada sustantivo se discuta en el país. Un gobierno pusilánime como el de Humala es acusado a cada tanto de chavismo. Ya no quedan sino diferencias personales; ninguna densidad programática. Incluso una reforma menor como la llamada ‘ley pulpín’ desnuda nuestra anemia política: Kuczynski retira en cuestión de horas el apoyo que le había dado al proyecto; García se opone aunque todos sepamos que ayer hubiera tratado a esos jovencitos con empleo formal de perros del hortelano; buena parte de la bancada fujimorista trapichea sus votos –al menos ya no a cambio de los dólares de Montesinos– ilusionada en pescar a descontento revuelto; y el presidente Humala debe salir con su ministro de Economía (que podría serlo de cualquier gobierno peruano de 1990 a hoy) a defender una propuesta ajena a todo lo que él representó como candidato. Si bien hace mucho que nuestros partidos no representan a nadie, lo novedoso es que ahora sus líderes muestren sin vergüenza que tampoco representan ideas de ningún tipo. Lucen altivos el barro oportunista y angurriento del cual están todos hechos.
Sin embargo, la especie más refinada de esta política crispadísima por cuestiones adjetivas, es el ministro Urresti. Este ‘tweet fighter’ ha dado vida a un prodigio de la cultura política peruana: el fujimorismo antifujimorista. Cuando las ideas ya no importan un rábano, hasta esto es posible. En su estilo de boquilla atarantadora, en las denuncias que carga en su contra (corrupción y derechos humanos), en el ámbito de sus competencias profesionales (seguridad), en sus fobias dramatúrgicas dignas de Martha Chávez, en fin, en cada una de sus características, Urresti es un ejemplar puro y ‘aggiornato’ del fujimorismo. Y, sin embargo, con ayuda de las redes sociales, de los medios y de Humala, el hombre es también un furibundo antifujimorista. Es decir, ya ni el viejo principio lógico de la no contradicción aplica en el Perú.
¿Se darán cuenta nuestros políticos que nos están empujando hacia una situación “que se vayan todos”? Y, por cierto, ahora que se empozan las aguas de la economía, ¿cómo habrá de ser la crispación con crisis?