El mes de julio ha sido testigo de una serie de hechos que fueron puntos de inflexión en la historia de Cuba: el asalto de Fidel Castro al Cuartel Moncada en julio de 1953, que encendió la revolución; la ejecución del general revolucionario Arnaldo Ochoa, que conmocionó a muchos cubanos en 1989; y el hundimiento de un remolcador con decenas de personas a bordo rumbo a Miami en 1994, en lo que se convirtió en el clímax del éxodo de los balseros. A estas fechas históricas de julio sumamos ahora el día en que los cubanos recuperamos las calles, nuestras calles.
El domingo 11 de julio comenzó como cualquier otro día de verano en esta isla: largas colas para comprar comida y la incertidumbre que domina la vida diaria. Luego, comenzaron a aparecer en las redes sociales los primeros videos en vivo de Facebook de las protestas del pequeño pueblo de San Antonio de los Baños, al suroeste de La Habana. En las pantallas de nuestros teléfonos vimos multitudes coreando “libertad”, “queremos ayuda” y “no tenemos miedo”, así como insultos contra el presidente Miguel Díaz-Canel. Fueron escenas nuevas para nosotros y la emoción fue contagiosa.
Díaz-Canel y su séquito fueron a San Antonio de los Baños para recrear la escena de la llegada de Fidel Castro para calmar a las masas en la protesta de 1994 en La Habana conocida como el “maleconazo”. Pero el plan de juego de Díaz-Canel no funcionó.
Cuando la caravana presidencial llegó al lugar, las protestas ya se habían extendido, incluso en Palma Soriano, en la provincia de Santiago de Cuba al otro lado de la isla. Grandes multitudes de vecinos se trasladaron a las plazas de Cárdenas y Matanzas, y grupos de jóvenes se acercaron a la capital de La Habana.
Muchos de los que pidieron la renuncia del señor Díaz-Canel y el fin de la dictadura nacieron después del “maleconazo” de 1994 o eran niños en ese momento, sin recuerdos de esa revuelta. Pero eso no importa, porque, a diferencia de ese brote, el objetivo de estas protestas no es escapar de la crisis económica de la isla en una balsa, sino provocar un cambio.
Sin duda, las restricciones provocadas por la pandemia han agotado a una población ya desgastada. Pero los jóvenes cubanos no protestan únicamente contra los toques de queda pandémicos, el recorte en los vuelos comerciales que les permitió escapar a otro país o los comercios que solo aceptan moneda extranjera a pesar de que a la gente se le paga en pesos cubanos. Estas protestas están alimentadas por el deseo de libertad, la esperanza de vivir en un país con oportunidades, el miedo a convertirse en las sombras débiles y silenciosas en que se han convertido sus abuelos.
Protestan porque el mito oficial de que el pueblo cubano había sido salvado por unos barbudos que bajaron de la Sierra Maestra ya no les es relevante. Han crecido viendo crecer los vientres de los funcionarios comunistas mientras tienen dificultades para poner comida en la mesa. Ya no temen arriesgar sus vidas en las calles, porque de todos modos están perdiendo la vida lentamente, esperando en largas filas para comprar comida, viajando en autobuses abarrotados y soportando cortes de energía prolongados.
Una imagen resume cómo la narrativa oficial de la revolución de Fidel Castro quedó completamente destrozada: varios jóvenes izaron una bandera cubana ensangrentada encima de un vehículo policial volcado en medio de la calle. A diferencia de los patriarcas de la Revolución, no lucían barbas ni uniformes verde oliva, pero se han convertido en el nuevo símbolo de esta isla. Salieron a las calles porque creían que las calles les pertenecían.
En protestas pasadas, el régimen dependió de su leal ejército de trabajadores estatales, miembros del Comité de Defensa de la Revolución y los adoradores de Raúl Castro para frustrar las manifestaciones. De hecho, se alentó a los leales a devolver los golpes a los manifestantes con palos y piedras. Pero en las primeras horas de esta ola de protestas aparecieron pocos leales. En cambio, Díaz-Canel desató a sus fuerzas de seguridad uniformadas para sofocar las manifestaciones.
Como era de esperarse, las fuerzas de seguridad detuvieron a cientos de personas. El gobierno ha militarizado las calles de todo el país y restringido Internet para que la gente dentro y fuera de la isla crea que no hay nada que ver. En otras palabras, hicieron lo que hacen las dictaduras.
Muchos cubanos habían llegado a creer que la dictadura sería eterna, que la isla estaba maldita para siempre, que nuestras únicas opciones eran huir o callar. Otros estaban convencidos de que los cubanos eran incapaces de rebelarse, que los valientes se habían ido y una masa apática y silenciosa era todo lo que quedaba. Pero el silencio se ha roto. Y las voces que lo rompieron pertenecen, sobre todo, a los jóvenes cubanos que claman por cambios profundos en su país.
El futuro próximo está lleno de incertidumbre. Poco a poco se irá conociendo el número de muertos, detenciones y desapariciones forzadas. Para ayudar en esta tarea, es urgente que las organizaciones sociales creen líneas directas en las que las familias de los desaparecidos puedan ofrecer su información en un esfuerzo por localizar a sus seres queridos. Las Naciones Unidas y la Unión Europea han pedido al gobierno cubano que respete el derecho a protestar y que libere a todos los detenidos por manifestarse. Es poco probable que el régimen escuche sus llamadas. Pero una cosa está clara: los cubanos hemos probado la libertad y no hay vuelta atrás. No volveremos a silenciarnos.
–Glosado y editado–
© The New York Times