El Gobierno y sus aliados tienen una reacción predecible frente a toda persona que plantea la salida del presidente Pedro Castillo: llamarle golpista y contrario a la estabilidad democrática. Inicialmente, el discurso se limitaba a criticar una posible vacancia. Así, se hacía eco de las banderas de lucha contra el nefasto Gobierno de Manuel Merino. Y se recordaba el talante autoritario de una oposición de derecha que intentó robar la elección presidencial.
Pero acusar a otros de golpistas se ha convertido progresivamente en un arma discursiva para evitar rendir cuentas sobre cuestionamientos válidos y descalificar a todos los que no son fanáticos del Gobierno.
Se ha llegado a catalogar como golpismo a toda alternativa que implique la salida presidencial. ¿Proponer un mecanismo de juicio político? ¡Golpe! ¿Pedir la renuncia del mandatario? ¡Golpismo y más golpismo! ¿Convocar a elecciones generales? ¡También es un golpe! No importa si defendiste la limpieza de las elecciones y el triunfo de Castillo. La etiqueta de golpista persigue hasta a la propia ciudadanía que opina que el presidente dé un paso al costado.
Como consecuencia de esto, se minimizan los indicios de corrupción, la arbitrariedad de los ministros, la repartición de puestos públicos e, incluso, la transacción de la salud de los peruanos en plena pandemia.
En estos días, el significado de golpismo para el oficialismo se volvió a estirar. Los medios dieron a conocer que Karelim López, la lobista investigada por lavado de activos, se acogería a la colaboración eficaz y buscaría brindar pruebas de presuntos delitos cometidos por el presidente, el entonces ministro de Transporte Juan Silva y cinco congresistas de Acción Popular. En respuesta, Castillo acusó a la prensa y a la fiscalía de “atentar contra la democracia” y de actuar en complicidad con “quienes aún no aceptan su derrota”.
Esta reacción debería de alertarnos. La manera en la que se abusa del lenguaje desde la presidencia contrasta con la claridad del concepto de golpe de estado. Un golpe involucra el uso de mecanismos abiertamente contrarios a la ley por parte de un actor estatal con el objetivo de tomar el Ejecutivo.
Esta definición de golpe claramente deja de lado a la gran mayoría de innovaciones conceptuales en las que han incurrido el Gobierno y una parte de la izquierda peruana. No tiene ni pies ni cabeza. ¿Una vacancia con vicios de legalidad, imparcialidad, impopularidad y debido proceso no sería claramente un golpe? Creemos que no. En toda la región, se advierte una tendencia creciente a hablar de “golpes con adjetivos” (golpe parlamentario, blando, en cámara lenta, entre otros) para referirse a juicios políticos contra presidentes. El problema con estas denominaciones, advierten los especialistas, es que nos llevan a caer en un excesivo estiramiento conceptual. Las consecuencias de una vacancia con esas características podrían dañar severamente la democracia –tenemos a Merino en la retina–, pero no es lo mismo que tomar el poder por la fuerza.
Habrá quien piense que caemos en una exquisitez académica. No es así. Queremos advertir que hablar de golpes a la ligera tiene consecuencias importantes más allá de las discutidas. Primero, desprecia el logro democrático que significa mantener a los militares en sus cuarteles y tilda como golpista a muchas movilizaciones ciudadanas y actores políticos que se manifestaron contra la continuidad de algunos presidentes en su momento, incluyendo a los aliados del gobierno actual.
Segundo, asusta con el advenimiento inexorable de un autoritarismo a pesar de que la experiencia latinoamericana muestra más bien que la inestabilidad presidencial puede ocurrir sin tumbarse a la democracia. Recordemos que la democracia prevaleció todas las veces que un presidente cayó en el quinquenio pasado (PPK, Vizcarra y Merino). Más preciso sería plantear que, en la actualidad, no existen las condiciones para asegurar una salida presidencial sin dañar la democracia.
Tercero, y más grave, hablar de un supuesto golpe podría justificar acciones desmedidas de parte del Gobierno. Por ejemplo, en los últimos días, se viene justificando el daño al canal estatal alegando que se busca su protección, señalando un complot de la justicia o invocando la Carta Democrática Interamericana. Mañana no sabemos qué pueda proponerse bajo estas excusas.
Digámoslo con todas sus letras: la defensa pretendidamente anti-golpista de la continuidad presidencial es cínica y tozuda. Los aliados del Gobierno se arropan en la victoria electoral para evitar cualquier cuestionamiento, ignorando que la legitimidad democrática no se restringe a las elecciones. Quien ocupa el sillón presidencial debe rendir cuentas y gobernar en defensa del interés general.
El hartazgo acumulado en la ciudadanía hacia Castillo está plenamente justificado y nos llama a actuar de otra manera. No se puede atacar a todas las voces críticas acusándolas de golpistas. Ni defender al presidente señalando únicamente la terrible alternativa que nos ofrece la derecha opositora. Necesitamos soluciones a la actual situación que no se conviertan en una extorsión contra la ciudadanía. Las únicas opciones no pueden ser la continuidad sin un apego al estado de derecho o la salida presidencial sin garantías de otro Merino en el poder.
Es importante sacudirnos de los extorsionadores de ambos lados e impulsar una verdadera defensa de nuestra democracia. Si lo que se quiere es la permanencia de Castillo, como mínimo, se debe de frenar al Gobierno dentro de los mecanismos institucionales y ciudadanos. Ya estuvo bueno de maniqueísmo. No se puede ser cómplice frente a tanto descalabro y abuso.