La disfuncionalidad del Estado es irrefutable. Pero peor es que la sociedad peruana procrastine en la solución de un problema tan estructural como injusto.
La descentralización (fallida) iniciada a inicios de siglo es una de sus muestras más patéticas.
¿Existe ligazón, por ejemplo, entre los denominados “conflictos sociales” que involucran a empresas de los sectores extractivos con comunidades que reclaman la afectación de sus derechos, que, a la vez de poner en grave riesgo operaciones claves para el país en generación de ingresos fiscales y empleo, detienen inversiones de largo plazo, con el hecho de que exista un gran número de gobernadores (o exgobernadores) detenidos, procesados o condenados por casos de corrupción? Mi respuesta es que sí.
Y lo es porque otro efecto de la disfuncionalidad estatal es la corrupción; y esta última genera un efecto sumamente pernicioso en el tejido social que es la desconfianza en la capacidad e idoneidad de las autoridades (sobre todo subnacionales) de atender con una mínima eficiencia y honestidad demandas sobre servicios básicos para la población.
Precisamente es la desconfianza esparcida cual pandemia frente a la actuación de cualquier entidad de la administración pública lo que impide que el Estado brinde garantías suficientes en el cumplimiento de la ley, el principio de autoridad o la concreción de servicios básicos.
Miremos, sino, lo que ocurre con los “conflictos”. Buena parte de estos son activados por colectivos o comunidades que no están en el ámbito directo o incluso indirecto de las empresas extractivas. Las protestas por “contaminación” (solo por poner un ejemplo), en muchos casos, esconden la exigencia por servicios públicos esenciales insatisfechos de exclusiva competencia del Estado, en medio de lo cual el privado termina siendo “el rehén” pese, incluso, a aquellos casos en los que mantiene relaciones pacíficas y colaborativas con las poblaciones de su impacto inmediato o mediato. Peor aun cuando el Gobierno (en cualquiera de sus niveles) deja ofrecimientos incumplidos. Muere la confianza; ergo, muere la paz.
Si, para colmo de males, la población ve desfilar semanalmente a gobernadores y alcaldes rumbo a sus respectivas celdas; o a un Gobierno como el actual que, para ganar en las zonas de mayor pobreza extrema, tuvo que ofrecer un paraíso reivindicativo de igualdad (sin poder salir aún de sus acusaciones de corrupción), es lógico entender que las llamadas “mesas de diálogo” sirvan de poco.
¿Quiénes ganan? Azuzadores sin fin y la delincuencia (narcotráfico, minería ilegal, traficantes de toda índole, entre otros).
Cada día de demora en la reforma de la descentralización y del Estado representa uno o más delincuentes asentándose en el control de este último.