Ver en las noticias a unos escolares maltratando a su profesora no nos puede dejar indiferentes. Hay consenso en que esa conducta es inaceptable, pero no existe el mismo consenso respecto a las medidas que puede tomar el colegio para evitar que esto se repita. Uno de los principios claves de toda educación ciudadana es el respeto a los demás, y para esto los colegios y docentes deben hacer prevalecer el principio de autoridad.
Hemos pasado de una sociedad con una disciplina rígida a otra donde está prohibido prohibir. No es extraño que empecemos a cosechar en las aulas lo que hemos venido sembrando, desde hace años, al insistir casi exclusivamente en los derechos del niño, sin recordarles sus deberes, y menos aún, exigiéndoles que los cumplan. Parafraseando el dicho popular, diríamos: “Dime qué conductas permites en tu casa o en las aulas, y te diré qué valores tienes”. Existen comportamientos inaceptables, y uno de ellos es justamente la falta de respeto hacia un docente. Jordan Peterson, en su libro “12 reglas para vivir”, señala acertadamente que “la naturaleza y la sociedad acabarán castigando de forma draconiana todos los defectos de comportamiento que no se hayan corregido siendo niños”.
El ejercicio justo del poder refuerza la autoridad. Cuando el que es constituido en autoridad no usa el poder de manera justa y oportuna, fomenta la anarquía y la ley de la selva. Educar en responsabilidad consiste en enseñar que nuestros actos tienen consecuencias, positivas o negativas, no solamente en los demás, sino también en uno mismo. Para esto no necesitamos más leyes, sino evitar la impunidad. Una cosa es ayudar a reflexionar para reconocer una inconducta, y otra es aplicar la sanción proporcional a la falta cometida.
Es necesario recuperar el valor de la corrección formativa para educar la responsabilidad. Un niño o joven en edad escolar está en formación, es por esto que el error es parte de su aprendizaje; pero si las conductas equivocadas no son corregidas proporcionalmente a la falta cometida, no les estamos enseñando que esa conducta es inaceptable. Peterson comenta al respecto: “A los niños se los daña cuando quienes tendrían que cuidar de ellos, por temor a cualquier conflicto o discordia, ya no se atreven a corregirlos, y los dejan sin orientación alguna”.
Los educadores sabemos que en las aulas nos encontramos con diversos casos de indisciplina, que son entendibles y lógicos tratándose de alumnos que están en formación. La mayoría de estos casos se resuelven llamando la atención y ayudando a reflexionar al alumno; pero también hay algunas veces donde la inconducta de un alumno pone en riesgo a los demás. Es precisamente en estos casos donde los directivos y docentes se encuentran atados de manos. Se comienza restringiendo la posibilidad de corregir a los alumnos, por una equivocada interpretación de los derechos del niño, y luego nos lamentamos por el maltrato que reciben los docentes en el aula.
Así como en el fútbol –los castigos van desde la amonestación verbal, la tarjeta amarilla y la roja, según la gravedad de la falta, y tienen como finalidad proteger la integridad física de los demás jugadores–, los colegios tienen la obligación de proteger la integridad física y moral de todos sus alumnos. Por eso, es necesario comprender que suspender o trasladar a un alumno por faltas graves a otro colegio es velar por el bien de los demás estudiantes. Por otro lado, esos alumnos que son trasladados a otro centro educativo tienen la oportunidad de aprender de sus errores y comenzar una nueva historia allí.
Esta falta de respeto a la autoridad no solo se da en los colegios, lo vemos en diversos ámbitos de nuestra sociedad. El problema no se resuelve con más leyes o más psicólogos, se resuelve con tolerancia cero a la falta de respeto. Con razón dicen: “Corrige al niño para que no tengas que castigar al hombre”.