Martín Vizcarra ha sido la figura política más importante del último quinquenio. El único exgobernador regional en convertirse en presidente, Vizcarra surgió como una fuerza inesperada en medio del conflicto entre el fujimorismo parlamentario y el Ejecutivo. En marzo del 2018, días antes de empezar su mandato, solo el 19% de los peruanos podía identificarlo correctamente como primer vicepresidente y primero en la línea de sucesión; pero en noviembre del 2020, cuando fue vacado abruptamente por el Congreso, contaba con una aprobación superior al 50%. Según Ipsos, Vizcarra tuvo picos de popularidad que alcanzaron el 79% en octubre del 2019 (luego del cierre del Congreso) y 87% en marzo del 2020 (al inicio de la pandemia), un fenómeno inédito desde la transición democrática.
Paradójicamente, su paso por la presidencia terminó antes de tiempo. El presidente más popular de los últimos veinte años fue retirado del cargo con 105 votos a favor, más de 40 votos por encima del anterior presidente que fuera vacado por “incapacidad moral permanente”: Alberto Fujimori. La votación del 9 de noviembre fue una postal de la descomposición política en el Perú y de la soledad de Vizcarra en el poder; precisamente el elemento que el expresidente buscó convertir en virtud. Desde su discurso de Fiestas Patrias del 2018, se presentó ante los peruanos como un presidente independiente, desvinculado de la política tradicional. Con reflejos ausentes en su antecesor, supo poner contra las cuerdas al Parlamento dominando por el fujimorismo, pero se vio huérfano de habilidades para sostener su dominio tras el referéndum.
Como escribí durante el primer proceso de vacancia en su contra, Vizcarra parecía ser víctima de su éxito. Entusiasmó a un amplio sector de la ciudadanía al enfrentar de manera directa al Congreso, pero su alianza con los ciudadanos radicaba, en buena cuenta, en mostrarse ajeno al mundo de la política y jugar en los márgenes constitucionales: propuso, y logró, eliminar la reelección inmediata de los congresistas. Propuso, y fracasó, en adelantar las elecciones generales. Disolvió el Congreso tras la denegación fáctica de la confianza, lo que fue largamente aprobado por los ciudadanos, pero, al hacerlo, abrió la caja de Pandora de las opciones extremas (responsabilidad que, sin duda, comparte con Keiko Fujimori). Hoy vivimos en la era nuclear de la política peruana.
Así, el éxito del expresidente consistía casi exclusivamente en la toma de acciones drásticas, ya sea esta la clausura del Legislativo o decretar una las cuarentenas más estrictas del continente. Sin embargo, la función presidencial involucra otras habilidades, acaso más aburridas y sin duda menos aplaudidas, como establecer acuerdos políticos con la oposición y prestar atención al día a día de la gestión pública. Vizcarra mostró liderazgo durante la gestión de la pandemia, pero este, a la larga, parece haber estado desprovisto de contenido: no se puso en marcha un sistema serio de rastreo de contactos, se utilizaron métodos inadecuados de descarte y se recetaron medicinas ineficientes, los bonos demoraron o mostraron problemas de focalización y ya empezamos a ser testigos de cómo las vacunas llegan a los países vecinos mientras los casos en el Perú se incrementan. Por supuesto, esto no es solo responsabilidad de Vizcarra, pero da cuenta de una gestión mediocre.
Vizcarra tampoco estaba interesado en las formas y medios de la democracia. Mientras Alberto Fujimori, Alejandro Toledo y Ollanta Humala crearon vehículos personalistas para competir en elecciones y Alan García transformó al APRA en cota de malla para su defensa política; Vizcarra en la presidencia practicó una forma de independentismo extremo: rechazó su vínculo con Peruanos por el Kambio (PpK) y no tuvo la preocupación de buscar un vehículo que represente sus intereses en el Parlamento. A pesar de que no podía recurrir a la disolución del Congreso durante el último año de gobierno, evitó presentar una lista electoral que, una vez transformada en bancada, le permitiese gobernar con holgura. O el presidente pensaba que el problema de la gobernabilidad era exclusivamente el dominio fujimorista del Congreso o ignoraba profundamente las reglas más esenciales de la democracia.
Acaso sea ambas cosas juntas y, por supuesto, su necesidad de mostrarse fuera de la política tradicional. Sin embargo, hace varias décadas que esta dejó de existir en el Perú: lo habitual es, en realidad, la independencia. El expresidente Vizcarra, quien inició su trayectoria siendo candidato a la presidencia regional de Moquegua con el APRA en el 2006, ganó el mismo puesto con un movimiento regional en el 2010, fue elegido vicepresidente con PpK en el 2016 y ahora es candidato al Congreso con Somos Perú, no es la excepción, sino la norma.
Vizcarra tomó decisiones que pudieron abrir caminos para la gobernabilidad, es cierto, pero fueron desperdiciadas por su falta de atención a la parte más tediosa (pero esencial) de la democracia: el diálogo y el acuerdo. No es el fuerte de los políticos en el Perú. Tal vez este quinquenio de pesadilla sea el preludio de una nueva etapa en la política sin partidos: la de la absoluta disfunción.