Entre las muchas cosas que la política se llevó este lustro está un aspecto fundamental para el desarrollo nacional: la capacidad de debatir en serio nuestros grandes problemas y desafíos. Entre el Congreso obstruccionista controlado por el fujimorismo, y el actual dominado por el populismo y los intereses oscuros, ha sido imposible discutir con madurez una verdadera agenda de desarrollo. Pero si algo deberíamos haber aprendido de estos cinco años es que para que un país pueda examinarse y reformarse, necesita acuerdos políticos mínimos, y que si con tantas tareas pendientes no somos capaces de reformarnos, estamos condenados al subdesarrollo.
A diez días de las elecciones, las encuestas parecen indicar que la correlación de fuerzas en el próximo Congreso nuevamente dificultará la gobernabilidad. Partidos que dinamitaron la presidencia de Martín Vizcarra y la actual de Francisco Sagasti o que abonaron a la crispación permanente en los tiempos de Pedro Pablo Kuzcynski, como Fuerza Popular, Acción Popular, Somos Perú y el Frepap ocuparán espacios importantes en el próximo Legislativo. Otros, como Alianza para el Progreso y Podemos Perú de José Luna y Daniel Urresti pasarían la valla electoral. Si este escenario se materializa existen altas probabilidades de que la presidencia de la República siga permanentemente acechada.
Durante este quinquenio se ha establecido una lógica perversa en nuestro sistema político, la de la amenaza constante entre vacancia presidencial y disolución del Congreso. En ese sentido, nuestra política se ha parlamentarizado. Como a un primer ministro en una democracia parlamentaria, se ha abierto la posibilidad de que al presidente de la República lo puedan destituir por cuestiones políticas –cortesía del Tribunal Constitucional–, y que el presidente, a su vez, pueda utilizar una figura que heredamos de los sistemas parlamentarios y semipresidencialistas –la cuestión de confianza– para amenazar con disolver el Congreso. Si bien estas dos figuras –la vacancia y la cuestión de confianza– no son nuevas, su uso se ha convertido en moneda corriente en estos cinco años.
¿Podremos salir de este entrampamiento? Eso dependerá, en mi opinión, de tres factores. En primer lugar, la popularidad del nuevo presidente será fundamental. Si bien Vizcarra, un presidente popular, fue vacado, en América Latina los presidentes con altos niveles de aprobación suelen salir airosos de sus enfrentamientos con el Legislativo. En el Perú tenemos dos buenos ejemplos: Vizcarra en la disolución de 2019 y Fujimori en el autogolpe de 1992.
En segundo lugar, dependerá de la capacidad que tenga el ganador de alcanzar pactos legislativos que le permitan formar una alianza sólida y confiable de al menos 44 congresistas, es decir el mínimo necesario para ahuyentar el fantasma de la vacancia. Está demás decir que en nuestra democracia del puñal esto no será nada fácil. El candidato que consiga polarizar menos en la segunda vuelta estará mejor posicionado para lograrlo. No se puede descartar que la segunda vuelta sea una reedición, con matices, del conflicto ‘república versus fujimorismo’ del 2016, incluso si Fuerza Popular no queda entre los dos primeros. La gran pregunta es si la segunda vuelta servirá para estructurar la alianza gobiernista y la coalición opositora.
Una alianza así de estable, en teoría, le permitiría al presidente gobernar en minoría: no habrían suficientes votos para vacarlo y podría aprobar sus proyectos haciendo cuestión de confianza de sus iniciativas. La mayoría de congresistas difícilmente estarían dispuestos a negar la confianza a dos gabinetes para ir a unas elecciones legislativas en las que –incluso si pudieran revalidar escaño para terminar el período de cinco años– sus posibilidades de ser reelegidos serían mínimas. La ironía sería entonces que para hacer viable el presidencialismo, se terminaría usando uno de los mecanismos centrales de los sistemas parlamentaristas.
Finalmente, la gobernabilidad dependerá de si somos capaces de elegir alrededor de 50 congresistas comprometidos con las instituciones, que entiendan que seguir alimentando la polarización de los últimos años puede llevar a un quiebre de la democracia. Al no haber reelección serán elegidos un número importante de desconocidos sobre los que es muy difícil emitir un juicio a priori. Muchos de ellos no habrán siquiera imaginado que tenían posibilidades reales de llegar al Congreso. Una muestra más de lo impredecible de nuestra política.
En democracia, suele decirse que las elecciones son el mejor instrumento para resolver los impasses políticos. Sin embargo si hoy, a diez días de la elección del bicentenario, tuviéramos que hacer una apuesta, sería por lo siguiente: en nuestro país –con contadas excepciones– los presidentes son endémicamente impopulares, alcanzar acuerdos con bancadas que funcionan como asociaciones de agentes libres es casi imposible, y los partidos políticos atraen a mucho de lo peor de la sociedad. Visto desde esa perspectiva, en el Perú de estos tiempos, más que resolver conflictos, las elecciones parecen entronizarlos.