El fin justifica los medios”, dicen que dijo Nicolás Maquiavelo (Florencia, 1469-1527) en “El Príncipe”. Según este principio, un gobernante podría romper reglas morales básicas, pasar por encima de los derechos de las personas, si esto le permite lograr un fin bueno. Pero, ¿acaso el fin justifica los medios?
Para responder esta pregunta, debemos comenzar por definir el “fin” en cuestión: el fin de la política, concretamente. Podríamos pasarnos una vida entera discutiendo sobre esto: ¿el bien común? ¿La libertad? ¿La felicidad general? Tratándose del Perú, sin embargo, el asunto está resuelto: el fin supremo del Estado y de la sociedad, afirma el artículo 1 de nuestra Constitución, es el respeto de la dignidad humana.
La Constitución también fija los “medios” para lograr el fin. Estos son la protección y promoción de los derechos que se derivan de dicha dignidad. Me refiero a los derechos del artículo 2: la vida, la igualdad ante la ley, la libertad de opinión, etc. En principio, pues, todo gobernante que se tome en serio la Constitución que lo llevó al poder se dedicará a defender esos derechos.
Esto es suficiente para responder nuestra pregunta: el fin no justifica los medios. Sería ilógico, una contradicción, un sinsentido pretender alcanzar el fin, que es el respeto de la dignidad humana, violando los derechos básicos. Violar estos derechos equivale a menospreciar la dignidad humana.
Lo anterior sonará etéreo para algunos. En el Perú, dirán, la prioridad debe ser reducir el sufrimiento, que abunda. Asumamos que este es el fin supremo del Estado (¿en una nueva Constitución?): la eliminación del sufrimiento, la felicidad general. A primera vista, en este caso, el fin (la felicidad general) podría justificar los medios (la violación de derechos).
Imaginemos que el gobernante ha encontrado la fórmula para reducir la pobreza, el crimen o el COVID-19. Esto, sin embargo, pasa por implantar un sistema de control que elimina el derecho a la privacidad. Pasa, también, por expropiar medios de comunicación, tomar control de los ahorros, perseguir opositores. En suma, implica convertirse en un dictador.
Nadie que crea en la dignidad y los derechos humanos apoyará este estado de cosas, pero ahora el fin es la felicidad general. No obstante, el gobernante en cuestión estará pasando por alto el siguiente dato. Quizá en el corto plazo se acerque al fin bueno. En el largo plazo, empero, habrá destruido los cimientos mismos de dicha felicidad.
Lo anterior lo explica bien John S. Mill (Londres, 1806-1873) en “El Utilitarismo” y “Sobre la Libertad”. Según él, los derechos no son intrínsecos a la persona, sino medios para promover la felicidad general. Y la forma de promover la felicidad general en el largo plazo y a gran escala es el reconocimiento de tales derechos. Esto es algo que la historia nos enseña una y otra vez. Recordemos, al respecto, el legado nefasto de nuestros dictadores (de derecha e izquierda).
En suma, el fin (la dignidad) no justifica los medios. Así lo fija nuestra Constitución. Pero incluso si el gobernante de turno fijase como fin de su mandato la felicidad general, la protección y promoción de los derechos no debería cambiar. Hacer lo contrario solo traería más sufrimiento.