JOHN GAPPEREditor asociado
Financial Times. Cuando un conglomerado estadounidensebelga con accionistas brasileños compra una cerveza de estilo escocés, hecha por una cervecería artesanal en Arizona, para logra autenticidad, hay que pensar que el mundo ha enloquecido. El mes pasado, AB InBev adquirió Four Peaks Brewing, cuya cerveza de mayor venta es Kilt Lifter (“Pruébala y jurarás que ha sido elaborada por hombres en faldas escocesas”).
Podríamos preguntarnos por qué AB InBev no inventó este ‘impostor’. Tiene numerosas cervecerías, costosas instalaciones de investigación y desarrollo, y produce caudales de Bud Light, una versión clara, limpia y casi insípida de Budweiser, la cerveza estadounidense de mayor venta.
Pero la industria de alimentos y bebidas no funciona así. Más bien, la creación de productos orgánicos de primera calidad —desde cerveza artesanal hasta yogur natural y chocolate “del grano a la barra”— a menudo se deja en manos de los valientes que no pertenecen a grandes empresas. Mientras tanto, 3G Capital, la firma de capital privado de Brasil detrás de la ola de fusiones, elimina costos con un “presupuesto base cero”.
De vez en cuando, los conglomerados se abalanzan sobre la oportunidad de comprar productos que no han creado: AB InBev ha adquirido seis cervecerías artesanales desde el 2011; en 2013, Coca-Cola tomó el control total de Innocent, el fabricante de batidos británico. Esto puede que funcione, pero no es económico; en noviembre, Constellation Brands pagó mil millones de dólares para comprar la cervecería Ballast Point en San Diego.
El mercado cervecero ha sufrido drásticos cambios. En EE.UU., la consolidación había acabado con gran parte de las pequeñas cervecerías para la década del 80 pero, desde entonces, estas han experimentado una notable recuperación. Existen 4.100 cervecerías artesanales, superando el máximo anterior del año 1.873. Mientras que las grandes marcas se estancan —las ventas de Budweiser están disminuyendo— la cerveza artesanal ha estado creciendo a un ritmo de dos dígitos para alcanzar un 19% del mercado en el 2014.
Este fenómeno se está produciendo en todas partes. Conforme los de la generación del milenio, que gustan de los productos naturales y peculiares, rechazan las sosas ofertas de los grandes conglomerados de alimentos y bebidas, las compañías se esfuerzan por responder a tales exigencias. La innovación en el contexto de un conglomerado a menudo significa extender la marca o reempacar conocidas salsas, como la botella de salsa de tomate invertida, creada por Heinz en el 2002.
Así es que existe una cierta lógica implacable detrás de la estrategia iniciada por Jorge Paulo Lemann, el inversionista suizobrasileño de 3G Capital, que se está generalizando incluso en las partes de la industria de alimentos y bebidas que él aún no controla. En lugar de preocuparse tanto sobre los ingresos brutos, él pone sus empresas a dieta. Las compañías reajustan los presupuestos partiendo de cero cada año, recortando todo lo innecesario. Esto no tiene como meta poner fin a la investigación y desarrollo (I+D), pero puede fácilmente tener “un efecto disuasivo sobre la innovación en nuevos productos”, tal como lo advirtió la agencia de calificación crediticia Moody’s el año pasado. Si un laboratorio no ha logrado un gran avance durante un par de años, su propietario puede ahorrar dinero cerrándolo o poniéndolo a trabajar en variaciones de las marcas existentes que sean más pequeñas y más predecibles.
El presupuesto base cero se utiliza en Valeant, la compañía farmacéutica que creció por medio de la adquisición, mientras que recortaba la I+D. Esto está teniendo un efecto similar en empresas de alimentos y bebidas, llevándolas a subcontratar su innovación. En lugar de crear productos, esperan a que las compañías más pequeñas lo hagan y luego las adquieren a elevados precios.
Esto es tentador: no solo pueden aumentar las ganancias al agregar los costos de adquisición a sus balances, sino que también pueden alimentar la autoimagen de consumidores más jóvenes a quienes les gusta consumir alimentos y bebidas “artesanales”.
Sin embargo, la introducción del presupuesto base cero sería una desastrosa admisión de derrota. Existe un lugar apropiado para las empresas de nicho que elaboran alimentos y bebidas de alta gama, para pequeños grupos de consumidores de lujo y de exquisitos paladares. También existe una oportunidad mucho mayor para que las empresas ofrezcan productos de alta calidad, con buenos ingredientes, a los consumidores a quienes les gusta evitar el consumo de alimentos procesados sin estar obsesionados por las definiciones.
Chobani —la empresa que popularizó el yogur de estilo griego en EE.UU. vendiéndolo por solo un poco más que las alternativas procesadas— se aprovechó de esta oportunidad. Pero también puede ser aprovechada por las grandes compañías. MillerCoors, por ejemplo, ha desarrollado sus propias cervezas de estilo artesanal, como Blue Moon, una cerveza de trigo tipo belga. Puede que no califiquen oficialmente como cervezas artesanales, pero tienen buen sabor.
Nestlé está concentrándose más en un chocolate de primera calidad, lanzando su establecida marca de chocolate Cailler Swiss a nivel mundial en lugar de tratar de comprar un productor de chocolate superorgánico “del grano a la barra” estadounidense. Las empresas europeas tienen ventajas, ya que no regresaron a los productos de consumo masivo en la misma medida que sus homólogos de EE.UU. y, lo que es más, las marcas europeas, aún conllevan alguna mística. Sería extraño que el sector abandonara la esperanza de crear productos de alta calidad, como lo sería una industria de computadoras personales sin Apple o una industria de automóviles sin Toyota. Ninguno lo ha hecho. Sin embargo, conforme se disemine la reducción de costos, este será el peligro.
Existen enormes brechas entre Bud Light y Kilt Lifter, o también entre las barras de Hershey y las trufas de Lindt & Sprüngli. Si las grandes compañías no las llenan, alguien lo hará.