Hace pocos días apareció un pronunciamiento frente a la corrupción, emitido oficialmente por el Poder Judicial, anunciando una serie de acciones para desterrar dicho flagelo de la administración de justicia y comprometiéndose a brindar una justicia “eficiente, honesta y oportuna”. En efecto, es crucial no solo que se erradique la corrupción, sino también que la resolución de los procesos judiciales sea más expeditiva.
Al estudiar la historia de nuestra administración de justicia, se comprueba que esta ha sido objeto de críticas muy variadas tanto en los tiempos virreinales como en diversas etapas de nuestra vida republicana. La demanda por justicia ha sido una constante en nuestra historia. Sería muy fácil, sin embargo, afirmar que la historia se repite y atribuir nuestros males simplemente a herencias del pasado. La cuestión no es tan sencilla. El historiador debe entender las peculiaridades del contexto temporal que estudia y tener claro que una misma palabra puede encerrar significados diferentes en función de la época de que se trate.
Así, por ejemplo, en el Perú virreinal los conceptos de justicia, de juez o de ley se entendían de modo muy distinto que en la actualidad. Para comenzar, la justicia no era una: había pluralidad jurisdiccional y los conflictos eran dirimidos por tribunales y jueces muy diversos, de acuerdo con el carácter corporativo de la sociedad: los comerciantes tenían su modo de resolución de conflictos, los eclesiásticos el suyo y así sucesivamente. Era una sociedad de privilegios; es decir, de leyes privadas –particulares–, que es todo lo opuesto a nuestra noción de ley general. Para nosotros, la ley es igual para todos; en ese entonces, cada grupo o corporación tenía su propia ley.
El juez, por su parte, era considerado representante de Dios y del rey, en un contexto en el que lo religioso y lo político estaban íntimamente unidos. El juez debía dar a cada uno lo suyo, en función de las características de cada caso. La ley escrita no tenía el papel predominante del que hoy goza y un juez podía preferir una costumbre, una determinada opinión jurídica o su propio criterio de conciencia, a una ley. En ese sentido, el juez tenía mayor libertad al resolver los casos –no estaba atado a la ley escrita – y la cualidad que más se buscaba en él era la de que fuera un “hombre bueno”, para que pudiera interpretar la justicia de Dios.
Recordemos algunos de los atributos que en ese contexto se reclamaban de los jueces: debían ser –entre otras cosas– “de buena fama, íntegros, magnánimos, desprendidos, imparciales, valerosos, serenos, pacientes, humildes, corteses, constantes, fieles, discretos, elocuentes y prudentes”. Es decir, hace tres o cuatro siglos, se entendía que la garantía de la justicia estaba sobre todo en la persona del juez. Esta idea me lleva a poner de relieve la importancia de las cualidades y de los valores personales de los jueces. No creo que los problemas de corrupción que hoy afronta la justicia se solucionen solo con la emisión de nuevas normas; ni con formas más eficaces de descubrir comportamientos deshonrosos; ni con aumentos salariales. Creo que lo central está en que quienes accedan a la función jurisdiccional hayan recibido una adecuada formación en valores éticos y cívicos; no solamente una instrucción profesional. Junto con ello, debe afirmarse la institucionalidad. El Perú requiere con urgencia de instituciones sólidas. Son muy pocas las que gozan de prestigio y es urgente que el Poder Judicial lo alcance. Para ello habrá que trabajar en varios frentes, entre los cuales será muy importante el de la formación en valores de sus integrantes.