Los más de 20 candidatos presidenciales para las elecciones de abril y las reducidas preferencias en cuanto a intención de voto indican que estamos ante una campaña electoral que hoy por hoy se caracteriza por la fragmentación política y no por la polarización.
¿Es posible que esto se modifique próximos a la primera vuelta? Sí, si asciende en las encuestas, al punto de exaltar los escépticos y apagados ánimos de los electores alguna candidatura que un considerable sector perciba como “extrema” o “peligrosa”. Esto es, si se perfilan como posibles contendores de segunda vuelta Keiko Fujimori, Verónika Mendoza o quizás incluso Daniel Urresti, Yonhy Lescano u Ollanta Humala.
Dicho de otro modo: la fragmentación no es solo un tema de “número de candidatos”; es también, y principalmente, un asunto vinculado al número de votos que sean capaces de acumular: podrá haber 20 en contienda, pero si se genera una polarización, la fragmentación electoral terminará por ser solo aparente. Cabe recordar el 2006: de 20 candidatos, los tres primeros acumularon el 78%; o el más lejano 1995: de 14, los dos primeros obtuvieron el 85%.
¿Por qué la fragmentación? La respuesta de manual es que faltan partidos políticos sólidos. La respuesta basada en la historia política peruana de las últimas décadas es que faltan caudillos que enciendan pasiones, del tipo que sean: Haya, Sánchez Cerro, Belaunde, Bedoya, García, Barrantes, Fujimori y, aunque en menor grado, Toledo o Humala.
Por supuesto que si hubiera partidos sólidos la volubilidad del voto sería menor, puesto que la lealtad del elector no sería con la persona que ejerce el caudillaje, ubicada indistintamente en uno u otro movimiento, sino con la agrupación o el partido. Por cierto, viéndolo así, queda claro que durante las últimas tres décadas la corriente política más sólida ha sido la encarnada en el fujimorismo, que polarizó la vida política electoral entre fujimorismo y antifujimorismo (eje de polarización que se puede quebrar si Keiko Fujimori no pasa a segunda vuelta, dicho sea así, entre paréntesis).
No debe olvidarse, tampoco, que hay candidatos que buscan ser la reencarnación de antiguas corrientes: Forsyth –al que podría añadirse De Soto– representa un nuevo rostro del PPC y del partido de PPK; Verónika Mendoza representa, por segunda vez, una larga tradición de izquierda; Urresti le disputa espacio al fujimorismo; y Lescano, desde su origen no limeño, busca ser una opción distinta del longevo AP.
Ciertamente, todo esto expresa algo profundo: la segmentación y la fragmentación atraviesan la sociedad peruana. Para no darle muchas vueltas: el 70% de informalidad en el empleo impacta, influye día a día y genera hábitos de escasa valoración por las instituciones sociales y políticas. Si a esta práctica, que invade el país, se le añade el dañino efecto de la corrupción, con su estela de gobernantes acusados, el desencanto político resulta inevitable.
Mientras tanto, la proliferación de candidatos alienta una inestabilidad en alto grado: la dispersión política de los posibles congresistas haría que se reprodujeran los problemas que el país sufrió en los últimos cuatro años. La clave será, entonces, que el nuevo partido de gobierno obtenga mayoría absoluta en el Congreso o al menos una clara mayoría relativa. O, en todo caso, que construya una voluntad política suficiente como para organizar una coalición de gobierno lo más sólida posible, con otra –u otras– fuerzas políticas. Porque está claro que la inhibición de la mayoría del Tribunal Constitucional en el asunto de la “incapacidad moral permanente” dejó la espada lista para caer sobre quien toque.