Es solo un partido de fútbol, le dije a Gabriel, mi hijo de 8 años, cuando lo dejé en el colegio la mañana del miércoles. Le di un beso en la nuca y listo, te llamo más tarde, le dije. Minutos antes, atascados en el tráfico mientras oíamos “Contigo Perú” en la voz del Zambo Cavero –es bien peruano hacer más dramáticas las horas más dramáticas–, él me había hecho la pregunta: ¿Qué pasa si no clasificamos, papá? Le contesté que en eso de no clasificar mi generación tiene experiencia, y que uno se pone triste un rato –puede durar días, dependiendo de tu nivel de tolerancia al fracaso–, pero que después pasa y la vida sigue rodando, como una pelota. En el Perú, muchas veces, como una pelota cuadrada. No le dije que el tiempo lo cura todo porque es un niño y el tiempo, para él, recién empieza.
¿Estás nervioso?, me preguntó. Mucho, le contesté.
A veces soy un pésimo padre. Como hincha, no puedo mentir.
Hace ocho años, pocos días después de que él naciera, salió el primer número del diario deportivo que dirijo. No recuerdo si fue producto de un concienzudo estudio de márketing o solo el azar lo que nos hizo pensar que era posible hacer periodismo deportivo, en un país con tantas derrotas deportivas, viendo el vaso medio lleno. Me refiero al fútbol, por deformación pasional. En buena cuenta, ser un diario optimista, a pesar de todos los pesares. Incluso, luego de derrotas que nos resquebrajaron ese rinconcito del alma donde también los periodistas –los deportivos y los que no gritan tanto– escondemos al hincha enardecido, supimos mantener el optimismo como parte de nuestra razón de ser. Mi hijo, el de 8, lee el diario en su versión digital y siente que le habla a él. Nuestros lectores son en su mayoría jóvenes, entre 12 y 20 años. No es casual, lo pienso ahora. El país en el que nacieron, a diferencia del mío (Perú, 1977), es otro país. Para empezar, uno en el que los sueños son posibles. Un país optimista. El diario en el que tengo la suerte de trabajar también es hijo de ese nuevo Perú.
¿Y tú, estás nervioso?, le pregunté esa mañana. Ahora sí, me contestó.La angustia se contagia y el amor por el fútbol se transmite de padre a hijo, se hereda en una suerte de nostalgia anticipada que algún día, ya de adultos, nos hará llorar porque tú estás ahí, mirando a la Blanquirroja en Rusia, y tu viejo ya no.
¿Qué pasa si no clasificamos?, me preguntó. Más que una pregunta –ahora lo comprendo–, era su forma de no entender que yo pudiera imaginar una eliminación. Es más evidente de lo que parece. Mi hijo no ha crecido viendo todos los mundiales a los que no fuimos. No recuerda los últimos dos, estaba muy chico, pero le parece extraño que incluso en esos dos mundiales Perú no haya participado. No sabe nada del jugamos como nunca, perdimos como siempre, y menos del casi ganamos, que repetíamos como una letanía el día después. No quiero parecer un gurú del sí se puede –en mi vida diaria, además, suelo no poder casi todo lo posible–, pero es cierto que los jóvenes, en el Perú, saben que el esfuerzo paga. Los niños aprenden eso. Nacieron en un país sin coche-bomba ni apagones ni hiperinflación ni dictadura ni un largo etcétera doloroso. Incluso en la pobreza, porque hay pobreza y hay hambre y a veces somos el Tercer Mundo del Tercer Mundo, los objetivos se trazan para cumplirse. Mi hijo quiere ser como Gallese. Yo, a su edad, solo quería que mi mamá regresara sin contratiempos a casa.
El miércoles por la noche, un grupo de muchachos dirigidos por un argentino que sabe de triunfos en la vida nos devolvió a un Mundial de Fútbol. Ninguno de esos jugadores había nacido en 1982, cuando Perú jugó su último Mundial en España. Enfrentaron el partido de sus vidas, que aún son cortas, con la tranquilidad de que habían trabajado duro para conseguir una meta. Son hijos de esa generación sin miedo, y si algo de angustia mostraban –bastaba ver sus rostros las horas previas–, es porque cargaban en sus mochilas una frustración ajena: la angustia se contagia y ha estado en el aire, como el esmog, durante 36 malditos años. El fútbol es un reflejo del país, han dicho aquellos a quienes les gusta usar clichés para explicar lo inexplicable. Puede que ahora sea así. Quizá hemos dejado de ser, por fin, el país que grita sí se puede. Porque es obvio que se puede. Y lo que es obvio, Gabriel, no se dice.