En los países en desarrollo, puede ser muy difícil convencer a la gente de que las finanzas no son una mala palabra, y de que el sistema financiero no es necesariamente un mecanismo perverso que solo sirve para beneficiar a los ricos y transferir la riqueza nacional al extranjero. Hay dos preguntas clave para hacernos: qué tipo de sistema financiero queremos y qué se puede hacer para conseguirlo.
La presencia de sistemas financieros más inclusivos y accesibles incrementa el crecimiento económico, reduce la pobreza y la desigualdad, y fortalece la inclusión social. Y los gobiernos pueden cumplir una función crucial para el logro de esos objetivos de desarrollo.
La información asimétrica y el desconocimiento de las instituciones financieras respecto de sus clientes potenciales y de sus necesidades han mantenido a grandes franjas de la población de los países en desarrollo excluidas del sistema financiero. Pero aplicar políticas que apunten a resolver esos fallos del mercado generará en el largo plazo efectos derrame positivos sobre la economía y mejorará la estabilidad financiera.
Las empresas de tecnología financiera (fintech) ya están usando herramientas digitales para adaptar los servicios financieros a las necesidades de personas y pequeñas empresas tradicionalmente excluidas del sistema. Las nuevas tecnologías permiten generar calificaciones crediticias a partir de datos alternativos (con lo que se amplía el acceso a préstamos y otros productos financieros), elaborar balances para pequeñas empresas en apenas 40 minutos (lo que les facilita acceder al microcrédito) y usar sistemas de micropago para gestionar grandes volúmenes de gastos específicos a medida que se van produciendo.
Es posible que las instituciones microfinancieras (IMF) y las cooperativas estén en mejor posición para promover la inclusión financiera, porque ya tienen experiencia con poblaciones excluidas. En Uruguay, por ejemplo, instituciones financieras de segundo nivel financian programas de provisión de préstamos a pequeñas comunidades a través de IMF y cooperativas. Pero estos esquemas no son suficientes, y que funcionen o no depende en gran medida del contexto local.
Por eso los gobiernos deben apoyar a las fintech y a las IMF con políticas que alienten el desarrollo de aquellos servicios financieros (no tan rentables) que ponen el acento en los objetivos sociales. Además, las autoridades deben explorar formas de mejorar la interoperabilidad entre estos nuevos actores y los servicios financieros tradicionales.
Por ejemplo, la coalición de centroizquierda Frente Amplio que gobernó Uruguay desde el 2005 hasta inicios de este año, aprobó en el 2014 una ley de inclusión financiera. Este programa aumentó considerablemente el acceso a servicios financieros, aunque todavía hay mucho por hacer para garantizar su uso efectivo. Por desgracia, el nuevo gobierno uruguayo decidió desmantelar los elementos centrales de la ley, contra las recomendaciones de muchos organismos internacionales que definen la inclusión financiera como un objetivo de desarrollo.
Aun así, los avances recientes de Uruguay en materia de inclusión financiera hicieron mucho más fácil para las autoridades enfrentar la crisis económica de la pandemia del COVID‑19. Medidas como la provisión estatal de ingresos complementarios a la ciudadanía y la extensión de instrumentos de liquidez a empresas a través del sistema financiero fueron mucho más eficaces gracias a las políticas del gobierno anterior.
Pero ampliar el acceso a servicios financieros no es garantía de inclusión social, como muestran las experiencias recientes de Uruguay y de otros países sudamericanos. Aunque las políticas públicas aumentaron la inclusión financiera en la región, no eliminaron otras dimensiones de marginalización arraigadas. La curva de inclusión financiera se trasladó hacia arriba, pero manteniendo la misma forma: los sectores más excluidos de la población son los mismos que antes. Es crucial que reciban el asesoramiento y la educación financiera que necesitan para usar servicios financieros de calidad, porque en estas cuestiones, las malas decisiones tienen consecuencias terribles.
La última encuesta financiera de hogares uruguayos (2014) reveló diferencias en el uso y la accesibilidad de los servicios financieros entre los diversos sectores sociales. Con los datos de la encuesta, Graciela Sanroman y Guillermo Santos (de la Universidad de la República) demostraron que la posesión de tarjetas de crédito o cuentas bancarias tiende a concentrarse en los hogares de mayores ingresos, y hallaron diferencias según la pertenencia racial, las condiciones de empleo y el género.
Además, la encuesta de hogares muestra que solo un 4% de las pequeñas empresas cuenta con crédito bancario. El 55% jamás solicita crédito, y más del 30% considera que es demasiado costoso o inaccesible. Al momento de la encuesta, solo el 1% de las pequeñas empresas tenía crédito de una IMF, y solo el 4% lo había tenido con anterioridad.
De modo que es necesaria la provisión estatal de subsidios y otros prerrequisitos que alienten el desarrollo de servicios financieros no tan rentables con alto rendimiento social. Mientras tanto, las instituciones financieras deberían usar más las herramientas digitales para conocer mejor a sus clientes actuales y a nuevos clientes potenciales, y ofrecerles productos adaptados a sus necesidades. Y para no castigar a los clientes de menos ingresos, también deberían elaborar nuevas estrategias que valoren la voluntad de pago más que la capacidad de pago y ofrecer más opciones de refinanciación en momentos de empeoramiento de las condiciones económicas.
Los cambios estructurales en los sistemas financieros de los países en desarrollo que se necesitan para fortalecer la inclusión social demandarán políticas más audaces, metas más ambiciosas y soluciones creativas. Si estas medidas ayudan a garantizar que los servicios financieros lleguen y beneficien a todos, entonces las finanzas ya no tendrán por qué ser una mala palabra.
–Glosado y editado–
Columna del Project Syndicate