Hay dos elementos omnipresentes en las terribles y dramáticas escenas de familias huyendo despavoridas en el aeropuerto de Kabul, Afganistán, colgándose de las mangas telescópicas, intentando asirse con desespero a los trenes de decolaje de los aviones. Son dos elementos que atañen muy directamente al Perú. El primero es la llamativa similitud que existe entre el sectarismo y desprecio por la vida humana de la organización terrorista islamista Talibán y la organización terrorista marxista Sendero Luminoso. Podrá argumentarse que el Talibán y Sendero beben de fuentes ideológicas disímiles: una se nutre del fundamentalismo religioso; la otra, del materialismo dialéctico. Pero ambas son gemelas en su glorificación de la muerte y la destrucción.
El segundo elemento es más pedestre, pero no por ello menos perverso. Tiene que ver con los dientes del narcotráfico, asomándose con desembozo e impudicia, y la estrecha filiación de ambas organizaciones terroristas con el criminal tráfico de drogas.
Afganistán es el primer productor de heroína en el mundo y los talibanes son sus primordiales mercaderes. El 90% del opio que se trafica en el planeta proviene de Afganistán, oficialmente convertido en el narcoestado que ha borrado del mapa a Birmania, Tailandia y Laos, sus antiguos competidores del “Triángulo Dorado”, en el pingüe negocio de inyectar heroína. Los campos afganos de amapola, también denominada “adormidera”, son fieramente custodiados por seguidores del Talibán, sus guardianes. Ellos cobran cupos de 20% por el látex extraído mientras corean “Allah u Akbar”. Los campos de narcotráfico se enseñorean a lo largo y ancho del territorio afgano, principalmente en las provincias de Helmand y Kandahar, la cuna del Talibán.
En el 2020, las hectáreas de amapola en Afganistán ascendieron a 224.000, suficientes para producir 6.300 toneladas de opio y destinadas a envenenar a millones de adictos a la heroína en Europa y Canadá. Los sembríos de amapola invaden 22 de las 34 provincias de Afganistán. El diagnóstico es simple y desolador: la amapola afgana es un cáncer metastásico. Podemos hallar la más elocuente radiografía de su malignidad en los rostros de los afganos dispuestos a matar y a morir con tal de huir del infierno.
Mientras tanto, ¿qué ocurre en el Perú? ¿Cuál es la dimensión del narcotráfico en nuestro país? ¿Qué porción de nuestro territorio está penetrada ya por los cultivos ilegales de coca? ¿Cuál será el próximo y nuevo Vraem que, por su crecimiento y combinación de actividades de crimen organizado, representa una tormenta perfecta para el Perú y su estabilidad como Estado-nación?
En apenas seis años, el número de hectáreas dedicadas al tráfico de cocaína en el Perú se ha duplicado. Pasó de 44.000 hectáreas de sembríos de coca en el 2016 a 88.200 hectáreas en el 2020, un aumento de cien por ciento. El incremento en la producción potencial de cocaína es pavoroso: de 462 toneladas métricas en el 2016 hemos llegado a 810 toneladas métricas en el 2020, un récord histórico jamás registrado, ni tan siquiera en las etapas más oscuras de la guerra contra el terrorismo.
Son cifras de espanto que deberían dar lugar a la acción, no a quejumbrosas lamentaciones diplomáticas. Siendo que el Vraem produce alrededor del 70% de la coca peruana, valdría entonces preguntarnos, ¿cuántas hectáreas de sembríos ilegales de coca han sido erradicadas en el Vraem a lo largo de todos estos años? La escandalosa respuesta es cero. Nunca se ha erradicado la coca en el Vraem.
Alguna vez hubo, sí, un remedo de erradicación en los márgenes del Vraem, a solicitud de la etnia asháninka. Aquel remedo de erradicación fracasó miserablemente merced a la intervención del primer ministro de entonces, Vicente Zeballos, quien se apuró a firmar un “acta de conciliación” con los dirigentes cocaleros del Vraem y evitar “conflictos sociales”. Optó por abandonar a los asháninkas, dejándolos librados a su suerte, y pactar con los cocaleros apandillados con Sendero en nombre de “la paz social”.
El Vraem, el ‘hinterland’ peruano que comprende las regiones de Junín, Huancavelica, Ayacucho, Cusco y Apurímac, es, para efectos prácticos en asuntos de narcotráfico, ‘zona liberada’. Pero sus ramificaciones no se detienen allí. Pistas clandestinas, narcoavionetas y sembríos ilegales de coca proliferan también más al sur en el Cusco y se proyectan con creciente intensidad a Puno y Madre de Dios.
De manera que, al interminable contrabando de mercancías, al lavado de dinero, minería ilegal de oro, impune deforestación y envenenamiento de ríos y cochas con mercurio, tala ilegal, tráfico y explotación de personas, y extensísima corrupción, tan característicos en el sur del Perú, ahora se suma el narcotráfico. Cusco, Puno y Madre de Dios pueden convertirse en el nuevo Vraem, tan o más siniestro que el antiguo.
Dos terceras partes del territorio de Afganistán fueron tomadas por el narcotráfico en la estrategia del Talibán, ávido de generar un vacío de autoridad que le catapultase al poder. Hoy, en el Perú, los sembríos ilegales de coca hacen tic tac, no solo el Vraem, en el Huallaga, en Ucayali, La Convención y Lares, en Pichis-Palcazu, en Pachitea, Aguaytía, Caballococha y a lo largo del Putumayo, sino también en Inambari-Tambopata y Tahuamanu, paralelos a la carretera Interoceánica en Madre de Dios, y en San Gabán, Puno. Es una bomba de tiempo de mecha corta que constituye una crítica amenaza para la democracia peruana.