Clemente presta dinero, cobra altas tasas de interés, pide garantías, amenaza si no le pagan. Es prestamista porque su padre lo fue. Su vida es predecible y automática. Da capital a quienes no podrían conseguirlo de otra forma. Es el personaje de “Octubre”, una película peruana del 2010, dirigida por los hermanos Daniel y Diego Vega, que con planos ordenados y monótonos, cuenta la historia de un usurero que, irónicamente, se llama Clemente.
Desde la antigüedad grecorromana, el mundo occidental rechaza el cobro de intereses. Esta condena fue profundizada en la Edad Media con tres principales argumentos, basados en la ley natural. En primer lugar, el dinero era considerado estéril, porque por sí solo no podía rendir frutos. Cobrar intereses era, en palabras de fray Tomás de Mercado, “hacer parir la moneda siendo más estéril que las mulas”.
Segundo, la tradición escolástica consideraba que, debido a la naturaleza del dinero, este se consume con su uso, y con el tiempo no puede aumentar su valor. Solo la inversión podía generar beneficios, por lo que exigir un interés al prestatario era considerado no solo ilícito sino injusto. En tercer lugar, según el concepto de justicia conmutativa, imperante en dicho tiempo, la suma entregada y la restituida tenía que ser la misma.
A partir del siglo XVI, aunque la usura seguía siendo condenada, la Iglesia fue más tolerante y se las ingenió para absolver a los pecadores. Estos se salvaban si se confesaban y devolvían el dinero mal ganado. Otras alternativas para redimirse eran las limosnas, las obras pías y las bulas de composición. Con la expansión de la economía europea se inventaron formas para obtener ganancias por prestar dinero.
Según este nuevo razonamiento, no solo se puede cobrar intereses, sino que las tasas son expresión de los niveles de riesgo. Fijar topes artificialmente genera perjuicios económicos inevitables, pues las tasas máximas generan una mayor demanda de crédito. El problema es que no todos los ofertantes están dispuestos a proporcionar los recursos a un bajo precio. La consecuencia evidente es la escasez de fondos prestables. ¿Quiénes son los perjudicados? Quienes tienen menos recursos, porque los ofertantes escogerán a los demandantes más solventes.
Si en el mercado de bienes y servicios no hay impedimento para que los precios reflejen su valor, ¿por qué prohibir esta equivalencia en el mercado de dinero? ¿Por qué no hay control de precios para los alimentos en aras del bien común? Los lectores que sufrieron los estragos de nuestra economía controlista en los años ochenta tienen la respuesta.
Para evitar situaciones abusivas en desmedro de los demandantes de créditos hace falta dos mecanismos: la prohibición de la concertación de precios (tasas de interés) y la eliminación de barreras de entrada irrazonables. Esta solución ha sido recogida constitucionalmente.
En el Perú existe una doble regulación del cobro de intereses. El sistema financiero no fija una tasa de interés: la deja flotar. Como no hay una tasa máxima, no existe el término “usura” porque esto supone cobrar más intereses de los permitidos.
En cambio, la regulación de tasas de interés fuera del sistema financiero sigue siendo controlada. ¿Qué pasa entonces con quienes no acceden a préstamos bancarios? Acceden a un mercado negro que opera en condiciones leoninas, donde se subvalúan los bienes que se dan en garantía y las acciones de cobranza son ilegales y peligrosas.
El Congreso quiere equiparar los dos sistemas. Lo que va a conseguir es expandir el mercado negro para absorber a quienes podían acceder al sistema financiero y ya no podrán hacerlo por la escasez de créditos formales. Como Clemente, el Congreso es inclemente con quienes más lo necesitan.