Cuando San Martín proclama solemnemente la independencia del Perú, las palabras que pronuncia resuenan aún hoy como un grito, una esperanza; es por ello que ese domingo 28 de julio de 1821 es un punto de partida y no un punto de llegada. La independencia y la emancipación son un largo proceso que, a mi entender, aún no concluye. Se suscitaron, entonces, actos públicos y personales, colectivos e individuales, que van a perfilar el rostro que hoy tiene el Perú, que se sigue construyendo ya que cada generación deja su impronta, sin alterar en esencia el ser, la identidad con que contamos. Si bien es cierto que nuestra actual sociedad nacional dista mucho de lo que era aquella que se “independiza”, la pregunta sigue siendo la misma: ¿Por qué y para qué nos independizamos?
El proceso emancipador, en sentido estricto, duró aproximadamente cincuenta años y va a involucrar la participación de más de dos generaciones que, desde sus propias perspectivas e intereses, intentarán definir el futuro con la participación de un universo amplísimo de personas que serán parte de ese fenómeno político, económico y social. Es comprensible asumir que en ese lapso hubo choques generacionales, conflictos de intereses y lealtades. No obstante, a su particular saber y entender, todos creyeron aportar a la construcción de un Estado libre y una Nación en donde vivir bien y mejor. Pero esas intenciones no terminan aún de hacerse realidad; quizá porque se pasó violentamente del idealismo a la realidad y debemos seguir construyendo ese futuro diferente, es decir, tenemos necesidad de conocer y reflexionar el sueño fundacional.
El Perú, como Estado independiente, se inauguró en circunstancias no tan favorables a la “independencia” y por ello podría entenderse como un hecho menor o una simple declaración, como las ha habido muchas a lo largo de nuestra historia, pues vaya que sí hemos sido ricos en proclamas, manifiestos, declaraciones, promesas y sueños. Pero no es así, es el comienzo de una existencia distinta, de la que todos somos, hoy como ayer, directos responsables.
En este tiempo que nos toca vivir ahora, con angustias y con la muerte que nos ronda, con inseguridad social, falta de responsabilidad de los que juegan a la política, carencia de valores de muchos de los que ostentan cargos, ausencia de compromiso con y entre los ciudadanos; cuando vemos que parece entronizarse la mentira, la corrupción, la usura, la coima, el dinero fácil, con casi inexistencia de servicios públicos adecuados, bajísimo nivel educativo, desigualdad de oportunidades y una creciente desesperanza, sentimos que el peso tremendo de esas crudas realidades no nos permiten ver ese día, el próximo 28 de julio, como una fecha para tener en cuenta y para darle un sentido profundo, que vaya más allá de discursos no sentidos y de homenajes frívolos. Y, a pesar de todo ello, nos toca hacer un esfuerzo para comprender la importancia y el significado de nuestra fecha fundacional, con la certeza de que somos un país muy joven, que vive recién su adolescencia política y que años de luz vendrán para las siguientes generaciones.
No debemos dejar que se nos robe el derecho a cimentar la existencia colectiva en el conocimiento de nuestra historia, porque se ha devaluado intencionalmente el estudio de la historia patria, perdiendo de vista todos aquellos actos notables, vivencias gloriosas, gestas de heroico arrojo, luchas por sueños, por ideales, por una existencia digna, y se ha pretendido borrar tanto éxitos como fracasos, luces y sombras para hacernos creer que somos una sociedad sin historia, sin referencia; sin un ancla a los elementos de nuestra identidad que existen en la rica diversidad que nos caracteriza. Somos y seremos blanco fácil de un astuto y triste planificador.
Recordar hitos sustantivos es afianzar nuestro sentido de pertenencia ya que en el análisis y la reflexión es necesario, siempre orienta y ayuda a entender que somos parte de un gran todo llamado Nación y de una inmensa esperanza que se llama Patria.