Reformulo un ejemplo del profesor Robert Alexy para imaginar la siguiente norma: “La República del Perú es democrática, social, independiente, soberana, sin libertad de expresión”. Nadie sensato la tomaría en serio al ser evidente el despropósito de escindir la libertad de expresión de la democracia. La primera es consustancial a la segunda porque posibilita que las personas participen activamente en el debate sobre asuntos públicos, expresando sus opiniones y difundiendo información (dimensión individual), así como buscando y recibiendo tales contenidos de otras personas (dimensión colectiva).
Ambas dimensiones de la libertad de expresión tienen la misma importancia y merecen igual protección, son interdependientes. Si se afecta al mensajero se afecta también al mensaje y a sus potenciales destinatarios. Esta manera de concebir la libertad de expresión es recogida por los tratados de derechos humanos y las constituciones democráticas, que dispensan una robusta protección a este derecho fundamental. A partir de este marco normativo, los tribunales internacionales y las altas cortes nacionales han consolidado una serie de pautas interpretativas para garantizar la libertad de expresión y armonizar su ejercicio con otros derechos como el honor de las personas.
Uno de los ámbitos en el que se ha puesto mayor énfasis en este desarrollo garantista es el relativo al ejercicio de este derecho frente a personajes públicos: gobernantes, políticos y personajes influyentes. Se parte del entendimiento de que estos personajes están sometidos a un máximo escrutinio público, debido a que, voluntariamente, decidieron participar de la gestión y debate sobre asuntos que interesan al conjunto de la sociedad. En consecuencia, el umbral de protección, por ejemplo, de su derecho al honor, decae –no se elimina– en favor de una mayor injerencia en los distintos aspectos de su vida. Tienen impuesto un deber jurídico de tolerancia frente a la difusión de contenidos críticos en su contra.
Incidir en esto último es fundamental, ya que el sentido de la libertad de expresión es precisamente proteger los discursos cuestionadores, disidentes, provocadores e inevitablemente ofensivos hasta cierto punto (Corte Interamericana, Caso Ricardo Canese vs. Paraguay). Los contenidos laudatorios o inocuos se protegen solos.
Otro presupuesto para la protección de la libertad de expresión es que los contenidos que se difundan recaigan sobre asuntos de relevancia pública que, dependiendo del contexto, pueden incidir incluso en su vida personal o familiar. Imaginemos a un político o funcionario público que incurre en violencia familiar o incumple sus obligaciones alimentarias con sus hijos.
En la medida que la Constitución proscribe el delito de opinión, la protección que se dispensa a la difusión de este tipo de expresiones es bastante amplia, solo se requiere ausencia de desproporción. Que no se utilicen frases esencialmente injuriosas o vejatorias, carentes de toda justificación comunicativa. Lo que se prohíbe es el insulto sin más. Las opiniones, por tanto, no están sometidas a una exigencia de veracidad y, en consecuencia, tampoco admiten rectificación alguna.
Tratándose de la difusión de hechos, la libertad de expresión exige que se cumpla con un deber de veracidad, no en el sentido de correspondencia absoluta con la verdad objetiva, sino como el despliegue de deberes de diligencia propios de la actividad periodística, para la comprobación de la verosimilitud del hecho noticioso. El nivel de diligencia exigible dependerá de cada caso: fuentes verosímiles, pluralidad de fuentes, contrastación de versiones, versiones de los involucrados, fuentes oficiales, ausencia de contradicciones relevantes, presentación exacta del estado de un hecho o situación, entre otras.
La publicación de contenidos previamente difundidos por otras fuentes o los reportajes de entrevistas de fuentes noticiosas también se encuentran protegidas. En estos casos, sin embargo, el deber de diligencia no se extiende a la veracidad del hecho, sino únicamente a la comprobación de la verosimilitud de la fuente, su existencia e identificación, como a la ausencia de distorsión o manipulación de lo que la fuente primigenia difundió. Esto se conoce como la doctrina del “reporte fiel” o “reporte neutral”, de origen anglosajón (‘fair report privilege’) y acogido por la Corte Interamericana (Caso Herrera Ulloa vs. Costa Rica) y nuestra Corte Suprema de Justicia (Acuerdo Plenario Nº 3-2006).
Ahora bien, en cuanto a las eventuales responsabilidades por excesos cometidos en el ejercicio de la libertad de expresión, en su sentencia del Caso Álvarez vs. Venezuela, la Corte Interamericana estableció que la penalización de discursos protegidos por su interés público –como los que cuestionan a personajes público– es incompatible con la libertad de expresión reconocida en la Convención Americana de Derechos Humanos.
Esta decisión obliga no solo a todos los jueces de la República, sino que exige revisar el Código Penal en materia de delitos contra el honor tratándose de personajes públicos, a efectos de hacerlo compatible con el referido tratado.
A pesar de la existencia de este importante marco de protección de la libertad de expresión, no es infrecuente que personajes públicos, en manifiesta contradicción con su discurso democrático, instrumentalicen el sistema de justicia en cabeza de algunos jueces, para intentar criminalizar la libertad de expresión revelándose como auténticos enemigos de esta cuando su ejercicio legítimo los confronta. Esta es una manifestación más de la baja calidad de nuestra democracia.
*El autor es abogado del periodista Christopher Acosta en el proceso que le sigue César Acuña por la publicación de “Plata como cancha”.